Emiliano Jiménez Hernández - Bioética
1. LA VIDA DON DE DIOS
5. MATRIMONIO
El matrimonio, como
comunidad de amor, se expresa en la relación y donación total de los esposos;
el gesto sexual entre ellos es expresión de la unidad, que el amor crea entre
los dos. Esta entrega mutua en el amor es portadora de fecundidad, como
superabundancia de amor, que se desborda de los dos, creando una nueva vida,
expresión e icono de su unidad en el amor: el hijo. Como dice bellamente la Humanae Vitae, el amor conyugal, por su
propia verdad interna y por su especificidad, está abierto a la vocación
paterna:
Este amor es fecundo porque no se agota en la comunión entre marido y
mujer, sino que está destinado a continuar, dando origen a nuevas vidas (n.9).
Juan
Pablo II ha repetido en sus discursos por todo el mundo esta visión sobre el
matrimonio y el amor conyugal. Y en su carta Familiaris consortio, la recoge, actualizándola y presentándola,
además, como fruto del Sínodo de los obispos sobre la "Misión de la
familia cristiana en el mundo actual":
Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la
comunidad más amplia de la familia, ya que la institución misma del matrimonio
y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole, en
la que encuentran su coronación.
En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don, y el amor
conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco conocimiento que les hace una
sola carne, no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la
máxima donación posible, por la que se convierten en cooperadores de Dios en el
don de la vida a una nueva persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez
que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo
viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e
inseparable del padre y de la madre.
Al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de una nueva
responsabilidad. Su amor paterno está llamado a ser para los hijos el signo
visible del mismo amor de Dios, del que
proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra.[1] Sin
embargo, no se debe olvidar que, incluso cuando la procreación no es posible,
no por eso pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto,
puede dar ocasión a los esposos para otros servicios importantes a la vida de
la persona humana, como por ejemplo la adopción, las diversas formas de obras
educativas, la ayuda a otras familias, a los niños pobres o minusválidos
(n.14).
La
familia cristiana vive la adopción desde su fe. Así como su vida conyugal es
reflejo del amor nupcial de Cristo y la Iglesia, la adopción se hace espejo del
amor adoptivo de Dios Padre en Cristo a su pueblo. En la adopción manifiestan
el amor de Dios Padre, que en su Hijo nos ha adoptado como hijos suyos.[2]
La concepción cristiana del matrimonio y de la familia se
basa en el orden mismo de la creación. En efecto, "Dios no creó al hombre
en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer y su unión constituye
la expresión primera de la comunión de personas" (GS 12). En consecuencia,
leemos en la Familiaris Consortio:
La sexualidad, en la que el hombre y la mujer se dan el uno al otro
con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente
biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona en cuanto tal. Ella
se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del
amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta
la muerte. La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto
de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su
dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir
de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente. Esta totalidad,
exigida por el amor conyugal, corresponde también con las exigencias de una
fecundidad responsable, la cual, orientada a engendrar una persona humana,
supera por su naturaleza el orden puramente biológico y toca una serie de
valores personales, para cuyo crecimiento armonioso es necesaria la
contribución durable y concorde de los padres.
El único lugar que hace posible
esta donación total es el matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre,
con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor,
querida por Dios mismo, que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero
significado (FC 11).
La
sexualidad conyugal constituye la expresión del don definitivo que el cónyuge
hace de sí mismo al otro y, por
consiguiente, establece una comunión interpersonal total e indisoluble entre
los esposos. La unión sexual es la expresión de una previa unión afectiva y
espiritual, por la que hombre y mujer se entregan mutuamente de un modo total, exclusivo y definitivo. Siendo
la sexualidad una dimensión que implica a la persona humana en su totalidad, la
donación física sería falsa y egoísta si no respondiese a una previa donación
afectiva y espiritual completa, de la que se excluye todo tipo de reserva
presente y futura.
La indisolubilidad del matrimonio no es otra cosa que la
expresión de la exigencia de fidelidad que brota del auténtico amor conyugal,
de la alianza personal de los esposos, del bien de los hijos y de la dimensión
social del matrimonio, que rebasa los intereses privados de los cónyuges. Por
ello, en el plan de Dios, el vínculo conyugal del matrimonio queda substraído a
la voluntad privada de los esposos, por ser intrínsecamente indisoluble.
El matrimonio, además, no sólo pertenece al orden de la
creación, sino que ha sido incorporado por Dios al orden mismo de la salvación
de Cristo. Por ello, la unión matrimonial "en el Señor" reviste para
el creyente un significado y valor especial. Su estabilidad e indisolubilidad
son un don de Cristo que garantiza la unión en el amor, destruyendo las
barreras de separación que amenazan a los esposos en su convivencia diaria. El
matrimonio de los cristianos se hace, de este modo, sacramento que actualiza y
visibiliza en los esposos la unión inefable, el amor fidelísimo y la entrega
irrevocable de Cristo a su esposa, la Iglesia (Ef 5,22ss).
En el matrimonio cristiano, como participación de esta
unión misteriosa de Cristo con la Iglesia, marido y mujer están llamados -y
posibilitados- a amarse entre sí con una fidelidad que es manifestación de la
fidelidad de Cristo. La unión conyugal consuma la sacramentalidad del
matrimonio, símbolo vivo de la comunión entre Dios y los hombres y entre Cristo
y su Iglesia.
Cuando un hombre y una mujer contraen matrimonio se
entregan el uno al otro para realizar, al servicio del reino de Dios, su comunión
de vida y amor. Su entrega mutua, sin reservas respecto al porvenir, es
manifestación del don total y en común de sí mismos a Dios. Esta entrega de los
esposos cristianos a Dios es respuesta al don irrevocable de Dios a los hombres
en Cristo. El consentimiento matrimonial de los cristianos es una palabra dada
a Dios y aceptada por El para siempre.
La indisolubilidad del vínculo sacramental está, pues, en
estrecha conexión con la realidad del ser cristiano y con lo irrevocable y
definitivo del don de Dios al hombre. La unión conyugal de los cristianos es,
por tanto, indisoluble y exige fidelidad mutua no sólo por razón del bien de
los cónyuges, de los hijos y de toda la sociedad humana, sino principalmente
por la condición sacramental del matrimonio cristiano.
Los esposos cristianos, dada su condición de miembros de
Cristo, no se pertenecen a sí mismos, sino al Señor. Por el sacramento del
matrimonio, su amor conyugal es asumido por el amor divino, están fortificados
y como consagrados para cumplir su misión conyugal familiar.[3]
Un nuevo criterio fundamental para la bioética, puede ser
formulado con la Gaudium et spes:
Al tratar de armonizar el amor conyugal y la transmisión responsable
de la vida, la moralidad de la conducta no depende solamente de la rectitud de
la intención y de la valoración de los motivos, sino de criterios objetivos
deducidos de la naturaleza de la persona y de sus actos, que respetan el
sentido íntegro de la mutua donación y de la procreación humana, en un contexto
de amor verdadero (n.51).
Apoyándose
en este texto, concluye la Donum Vitae:
La procreación humana presupone la colaboración responsable de los
esposos con el amor fecundo de Dios; el don de la vida humana debe, por tanto,
realizarse en el matrimonio mediante los actos específicos y exclusivos de los
esposos, de acuerdo con las leyes inscritas en sus personas y en su unión
(n.5).
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