viernes, 4 de mayo de 2018

Amor y procreación - Emiliano Jiménez


Emiliano Jiménez Hernández - Bioética

1. LA VIDA DON DE DIOS

4. AMOR Y PROCREACIÓN



La sexualidad humana encierra una doble dimensión: unitiva y procreadora, inseparablemente unidas. La entrega corporal es símbolo y manifestación de un amor total y exclusivo, que se abre y encarna en la procreación. Cuando la donación mutua es total se hace fecunda, abierta a la vida. El amor, del que se ha eliminado la intención de fecundidad, siendo ésta posible, constituye una perversión del amor, llevando a los esposos a la frustración y terminando por agostarse el mismo amor.

            La llamada recíproca del hombre y la mujer al amor mutuo está orientada, en el plan de Dios, hacia la doble finalidad de crear la unidad y la vida. Por una parte, crea una relación personal, íntima, un encuentro en la unidad, una comunidad de amor, un diálogo afectivo pleno y totalizante, cuya expresión más significativa se encarna en la entrega corporal. Y, por otra parte, esta misma donación, fruto del amor, se abre hacia una fecundidad que brota como consecuencia.
"El cuerpo llama al hombre y a la mujer a su constitutiva vocación a la fecundidad, como uno de los significados fundamentales de su ser sexuado" (Juan Pablo II, 26-3-80). El hombre y la mujer constituyen dos modos de realizar, por parte de la criatura humana, una determinada participación del Ser divino: han sido creados a imagen y semejanza de Dios y cumplen esa vocación no sólo como personas individuales, sino asociados en pareja, como comunidad de amor. Orientados a la unión y a la fecundidad, el marido y la esposa participan del amor creador de Dios, viviendo a través del otro la comunión con El (Sobre el amor humano 26):
Amor y fecundidad son, por tanto, significados y valores de la sexualidad que se incluyen y reclaman mutuamente y no pueden, en consecuencia, ser considerados ni alternativos ni opuestos (Ibidem 32).

                Don viviente y personal de Dios, el hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás. La vocación fundamental del hombre es, por tanto, la de amar y donarse con la totalidad unificada de su ser, inseparablemente espiritual y corpóreo:
En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por el espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual (FC 11).

                La diversa y complementaria sexualidad masculina y femenina testimonia espléndidamente que la persona es un don llamado a donarse. "El don -decía Juan Pablo II el 9-1-80- revela una característica particular de la existencia personal, más aún, de la misma esencia de la persona. Cuando Dios dice que 'no es bueno que el hombre esté solo' (Gen 2,18), afirma que el hombre en solitario no realiza plenamente su esencia. La realiza existiendo con alguien, y todavía más profundamente y más plenamente, existiendo para alguien".

            "Dos en una sola carne", crecen y se multiplican. De aquí el vínculo inmediato e indivisible entre amor unitivo y amor creador. Es la verdad de la sexualidad que, en su lenguaje personalista, pone de manifiesto la Humanae Vitae:
Todo acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida. Esta doctrina, muchas veces expuesta por el magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador. Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación a la paternidad (n.12).

                La oblatividad del amor -amor mutuo entre los esposos, que se desborda en la creación de nuevas vidas- será el criterio moral en los diversos aspectos de la sexualidad. Cerrarse al amor o a la vida, como separar ambos aspectos, va contra el plan de Dios sobre la sexualidad humana, es decir, va contra el hombre mismo; es la negación de una exigencia básica del ser humano. La Familiaris consortio, glosando el nº 13 de la Humanae Vitae, dirá:
Cuando los esposos separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como árbitros del designio divino y manipulan y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación total (n.32).

                En el origen de toda persona humana -comenta Juan Pablo II- existe un acto creador de Dios; ningún hombre viene a la existencia por casualidad; es siempre el término del amor creador de Dios. De esta verdad fundamental de fe se deduce que la capacidad creadora, inscrita en la sexualidad humana, es una cooperación con el poder creador de Dios. Y se deduce también que de esta misma capacidad, el hombre y la mujer no son árbitros, no son dueños, llamados como están, en ella y por medio de ella, a ser partícipes de la decisión creadora de Dios. (Evangelium Vitae 43).

            Por tanto, cuando con la fecundación artificial o mediante los anticonceptivos, el hombre se atribuye un poder que pertenece sólo a Dios: poder de decidir en última instancia la venida a la existencia de una persona humana, entonces "no reconoce a Dios como Dios" (Juan Pablo II, 17-12-83).

            En conclusión, podemos formular un cuarto criterio de moralidad, con las palabras de la Congregación de la Fe:
Dios, que es amor y vida, ha inscrito en el varón y en la mujer la llamada a una especial participación en su misterio de comunión personal y en su obra de Creador y Padre. Por esa razón, el matrimonio posee bienes y valores específicos de unión y procreación, incomparablemente superiores a los de las formas inferiores de la vida. Estos valores y significados de orden personal determinan, en el plano moral, el sentido y los límites de las intervenciones artificiales sobre la procreación y el origen de la vida humana. Tales procedimientos no deben rechazarse por el hecho de ser artificiales; como tales testimonian las posibilidades de la medicina, pero deben ser valorados moralmente por su relación con la dignidad de la persona humana, llamada a corresponder a la vocación divina al don del amor y al don de la vida (DV 3).

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