Emiliano Jiménez Hernández - Bioética
1. LA VIDA DON DE DIOS
6. LA VIDA DON DE DIOS
Cuando el hombre y la mujer
se conocen en el acto matrimonial,
llegan al punto supremo de su mutua y recíproca polarización personal. Entonces
se realiza un triple acorde misterioso: Dios creador está allí entre ellos para
llamar por su nombre a la vida el fruto de la unión en el amor de los esposos.
Entonces el hombre y la mujer, con el hijo que Dios les concede, realizan en
forma plena la imagen de la vida trinitaria de Dios.[1]
Hombre y mujer unidos en una sola carne, que se manifiesta en el hijo fruto de
su unión, es la imagen de Dios amor y fuente de la vida.
Al llamar Adán a su mujer Eva expresaba su vocación a la fecundidad: "madre de todos los
vivientes" (Gen 3,20). Así, desde el fondo de las edades, resuena sin
cesar el llamamiento divino: "creced y multiplicaos". Y Dios, al
llamar, da la forma de responder. La llamada a la fecundidad es bendición:
comunicación del poder de procrear. Este gozo de la fecundidad, don de la
bendición de Dios, aparece en la expresión de Eva, en el momento de su primer
parto: "¡He obtenido un hijo de Dios!" (Gen 4,1). La misma
experiencia tiene la madre de los siete hermanos macabeos: "Yo no sé cómo
aparecisteis en mis entrañas; no fui yo quien os infundió el espíritu y la vida
ni fui yo quien dio forma a los miembros de cada uno de vosotros" (2Mac
7,22).[2]
En la Escritura hallamos repetido: "es Dios quien
abre y cierra el seno materno". Por ello, los salmos cantarán que los
hijos son un don y bendición de Dios:
Don de Yahveh son los hijos,
es
merced suya el fruto del vientre (Sal 127,3).
Así, pues, la fecundidad conyugal es
participación del amor creador de Dios, fruto de su bendición: "Y creó
Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los
creó. Y los bendijo Dios,
diciéndoles: Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra" (Gen 1,27-28).
Esta palabra creadora de Dios comunicó a la unidad hombre-mujer la fecundidad
como participación de su fuerza creadora. La fecundidad es gracia y vocación,
que nace del amor para el amor. La fecundidad creadora de Dios se desborda
sobre su imagen, hombre-mujer, haciéndoles partícipes de su poder creador de
vida. De este modo, el amor conyugal crea comunión y comunidad:
La vivencia auténtica del amor conyugal, y toda la estructura de la
vida familiar que de él deriva, tiende a capacitar a los esposos para cooperar
con fortaleza de espíritu en el amor del Creador y Salvador, quien por medio de
ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia. En la misión de
transmitir la vida humana y educarla, los cónyuges saben que son cooperadores
del amor de Dios Creador y como sus intérpretes (GS 50).
En su
amor fecundo, los esposos son signo y testimonio, sacramento del amor de Dios
Creador y Padre:
Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y
semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama a una especial participación en su amor
y al mismo tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante su cooperación libre
y responsable en la transmisión del don de la vida humana (FC 28).
En el
plan de Dios, el amor conyugal crea comunión y comunidad, une a los esposos y
forma la familia. La unión conyugal, al unir en totalidad a los esposos, lleva
inherente la apertura a la transmisión de la vida. El significado unitivo del
amor conyugal lleva siempre la fuerza liberadora que salva a los cónyuges del
egoísmo a dos. Por eso, a la sexualidad, expresión plena del amor conyugal, le
es esencial la dimensión creadora. Esta apertura a la vocación creadora es
esencial e intrínseca al matrimonio.[3]
El cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el
realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador,
transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre (FC 28).
La unión
conyugal es creadora en cuanto participación en la acción creadora de Dios. Es
cooperación al amor con que Dios crea al hombre a su imagen. Acoger el amor
conyugal quiere decir substancialmente acoger la bendición y misión de
transmitir la vida que Dios les ha concedido. Un amor conyugal que
arbitrariamente se cierra a la fecundidad rechaza su plena y genuina
realización, lo mismo que la apropiación arrogante de la paternidad, como si el
hombre tuviera derecho a la procreación.
Lo propio del pueblo
de Dios es su fe en Dios. Y Dios no está ligado a leyes o ciclos
biológicos. El hijo es don suyo, fruto de su bendición. El es quien ofrece el
hijo a los padres, aún siendo éstos estériles. Los hijos vienen, pues, de
Yahveh (Gen 4,1;24,60;Rut 4,11;Sal 113,9); son, por tanto, herencia de Yahveh
(Sal 127,3;Ez 16,21). Así, el nacimiento de Seth es considerado como el
cumplimiento de la bendición dada por Dios a la primera pareja humana (Gen
5,1-3). Y Malaquías lo dirá de toda pareja: "¿No ha hecho Dios un solo ser
que tiene carne y soplo de vida? Y este único ser ¿qué busca? Una descendencia
dada por Dios" (2,14- 16). El hijo es el fruto de la unión en "una
sola carne", unión conyugal en el amor como don de Dios. Por ello, el hijo
pertenece a Dios y ha de ser educado en la fe en Dios:
La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio
vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos. El cultivo auténtico del
amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin
dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos
para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador,
quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia. La
fecundidad del amor conyugal no se reduce sin embargo a la sola procreación de
los hijos, aunque sea entendida en su dimensión específicamente humana: se
amplía y se enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y
sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por
medio de ellos, a la Iglesia y al mundo (FC
28).
El
creyente en Dios vive su paternidad como participación de la paternidad de
Dios. Los hijos son un don de Dios a los padres, pero son de Dios y como tales
han de ser considerados, ofreciéndolos a Dios como su herencia (Ez 16,20-21).
Porque lo que se manifiesta en todo nacimiento no es otra cosa que el acto
creador de Dios (Is 43,7; Jr 1,5;Job 31,15). El hombre, que puede dar nombre a
todas las cosas, y así poseerlas (Gen 2,20), recibe su nombre de Dios mismo
(Gen 5,2). Esto quiere decir que el hombre ejerce, en nombre de Dios, como
donación, la soberanía sobre la tierra, pero él pertenece a Dios.[4]
Ni el hijo pertenece a los padres; ni es posesión suya, ni tienen derecho a él
ni sobre él. Toda manipulación sobre el hombre es un atentado al designio de
Dios y al hombre en cuanto tal. Es una violación del plan de Dios y de la autonomía
del hombre, que no es nunca objeto de posesión de ningún otro hombre. La vida
humana, don de Dios, pertenece en exclusiva a Dios, único Señor, como están llamados a proclamar y a transmitir a sus
hijos los padres creyentes:
Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Amarás a
Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente y con toda tu fuerza.
Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus
hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, al
acostarte y al levantarte (Dt 6,4-7).
En
conclusión, hay que afirmar con la Humanae Vitae:
El amor conyugal revela su verdad y valor cuando se le considera en su
fuente suprema, Dios, que es Amor (1Jn 4,8), "el Padre de quien procede toda
paternidad en el cielo y en la tierra" (Ef 3,15). El matrimonio es, por
tanto, una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su
designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia
y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo
perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y en la
educación de nuevas vidas (n.8).
La
sexualidad humana se vive en las fuentes de la vida. Y la vida, don de Dios, es
el criterio primero de la moralidad. Una fuente de vida envenenada se convierte
en fuente de muerte. Dios es el Dios de la vida. La sexualidad es participación
de esta paternidad de Dios. El amor de acuerdo a los planes de Dios es vida.
Fuera de su plan es manantial de muerte:
El don de la vida, que Dios Creador y Padre ha confiado al hombre,
exige que éste tome conciencia de su inestimable valor y lo acoja
responsablemente. Este principio básico debe colocarse en el centro de la
reflexión encaminada a esclarecer y resolver los problemas morales que surgen
de las intervenciones artificiales sobre la vida naciente y sobre los procesos
procreativos (DV 1).
Y
tratándose de esposos cristianos, unidos por el sacramento del matrimonio,
éstos viven su amor fecundo bajo la fuerza del Espíritu de Cristo, infundido en
su corazón por el sacramento. Este "don del Espíritu, acogido por los
esposos, les ayuda a vivir la sexualidad humana según el plan de Dios y como
signo del amor unitivo y fecundo de Cristo a su Iglesia" (FC 33). Y, al
mismo tiempo, la fecundidad de los esposos cristianos es un testimonio de la
fecundidad de la Madre Iglesia (LG 41).
7. LA VIDA DON PARA LA DONACIÓN
En la Escritura, la vida se ve siempre desde
Dios, se vive ante Dios y en camino hacia Dios. La encarnación del Hijo de
Dios, que asume nuestra naturaleza humana y nuestra historia, confirma el valor
de toda vida humana, siempre rodeada de la solicitud de Dios y portadora de una
vocación divina. El respeto a la vida -a toda vida humana- halla su fundamento
pleno en la fe en Cristo. Es cierto que la vida física no garantiza
automáticamente una vida en libertad, en comunión con los demás y abierta a
Dios, pero sin ella queda roto el proyecto de Dios para cada hombre.
Pero, aun siendo un valor fundamental, la vida no es un
valor absoluto. La acogida agradecida de la vida, don de Dios, no puede llevar
a la idolatría de la vida. La vida como don se vive plenamente en la donación.
En Cristo aparece la plenitud de la vida, precisamente en la plenitud del amor:
"En esto hemos conocido el amor: en que El dio su vida por nosotros"
(1Jn 3,16). Y concluye el texto: "También nosotros debemos dar la vida por
los hermanos". La vida como don gratuito se manifiesta en el amor y
"no hay mayor amor que éste: dar la vida por los amigos" (Jn 15,13).[5]
Cristo, con la entrega de su vida, y el Evangelio, con su
palabra salvadora, nos manifiestan y abren el camino de la realización total de
la vida humana. No es la idolatría de la vida la que le da valor y plenitud. La
vida como don se realiza dándose: "El que quiera salvar su vida, la
perderá; pero el que pierda su vida por mí y el evangelio, la salvará" (Mc
8,35).
Esta visión de fe responde coherentemente con la visión
antropológica del hombre. El hombre, ser personal, es relación, apertura y
donación. Lo que especifica al hombre en cuanto persona es precisamente la
capacidad de donarse y "no puede encontrar su propia plenitud si no es en
la entrega sincera de sí mismo a los demás" (GS 24). Juan Pablo II lo ha
expresado en su teología "esponsal del cuerpo":
El don revela una particular característica de la existencia personal,
más aún, de la misma esencia de la persona. Cuando Dios dice que "no es
bueno que el hombre esté solo" (Gen 2,18), afirma que el hombre en soledad
no realiza totalmente su esencia. La realiza plenamente únicamente existiendo
"con alguien", o aún más profunda y más plenamente, existiendo
"para alguien" (9-1-1980).
El cuerpo humano -sigue diciendo-, con su sexualidad, con su
masculinidad y feminidad, visto en el misterio mismo de la creación, no es sólo
fuente de fecundidad y procreación, sino que encierra "desde el
principio" el atributo "esponsal", es decir, la capacidad de
expresar el amor: aquel amor por el que el hombre en cuanto persona se hace don
y mediante el que actúa en el sentido mismo de su ser y existir (16- 1-80).
La vida
como valor fundamental del hombre prevalece siempre sobre valores como la
salud, el placer, la técnica, el arte, la ciencia: "¿de qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?, pues ¿qué puede dar el hombre
a cambio de su vida?" (Mc 8,36s); pero no tiene primacía sobre los valores
morales. El plan de Dios sobre el hombre tiene la prioridad sobre la
conservación de la propia vida. Cristo, en fidelidad a la voluntad del Padre,
entregó su vida por nosotros. El discípulo de Cristo, con la fuerza de su
Espíritu, no vive ya para sí, sino para Cristo y para los hombres. Su vida es
un testimonio del amor de Dios a los hombres. El martirio es la plenitud de vida para él.
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