“El uno para el otro”, “una unidad de dos”
371 Creados
a la vez, el hombre y la mujer son queridos por Dios el uno para el otro.
La Palabra de Dios nos lo hace entender mediante diversos acentos del texto
sagrado. "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda
adecuada" (Gn 2,18). Ninguno de los animales es "ayuda
adecuada" para el hombre (Gn 2,19-20). La mujer, que Dios
"forma" de la costilla del hombre y presenta a éste, despierta en él
un grito de admiración, una exclamación de amor y de comunión: "Esta vez
sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2,23).
El hombre descubre en la mujer como un otro "yo", de la misma
humanidad.
372 El hombre y la mujer están hechos "el uno para el
otro": no que Dios los haya hecho "a medias" e
"incompletos"; los ha creado para una comunión de personas, en la que
cada uno puede ser "ayuda" para el otro porque son a la vez
iguales en cuanto personas ("hueso de mis huesos...") y complementarios
en cuanto masculino y femenino (cf. Mulieris dignitatem, 7). En el matrimonio, Dios los une de manera que, formando
"una sola carne" (Gn 2,24), puedan transmitir la vida
humana: "Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra" (Gn 1,28).
Al trasmitir a sus descendientes la vida humana, el hombre y la mujer, como
esposos y padres, cooperan de una manera única en la obra del Creador
(cf. GS 50,1).
Los sacramentos al
servicio de la comunidad
1533.
El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los sacramentos de la
iniciación cristiana. Fundamentan la vocación común de todos los discípulos
de Cristo, que es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo.
Confieren las gracias necesarias para vivir según el Espíritu en esta vida de
peregrinos en marcha hacia la patria.
1534 Otros
dos sacramentos, el Orden y el Matrimonio, están ordenados a la salvación de
los demás. Contribuyen ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hacen
mediante el servicio que prestan a los demás. Confieren una misión
particular en la Iglesia y sirven a la edificación del Pueblo de Dios.
1535 En
estos sacramentos, los que fueron ya consagrados por el
Bautismo y la Confirmación (LG 10)
para el sacerdocio común de todos los fieles, pueden recibir consagraciones
particulares. Los que reciben el sacramento del Orden son consagrados para
"en el nombre de Cristo ser los pastores de la Iglesia con la palabra y
con la gracia de Dios" (LG 11).
Por su parte, "los cónyuges cristianos, son fortificados y como consagrados para
los deberes y dignidad de su estado por este sacramento especial" (GS 48,2).
EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
1601 "La alianza matrimonial, por la que
- el varón y la mujer constituyen entre sí
un consorcio de toda la vida,
- ordenado por su misma índole natural al
bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole,
- fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la
dignidad de sacramento entre bautizados" (CIC can. 1055, §1)
I. El matrimonio en el plan de Dios
1602 La
sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer
a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra con la
visión de las "bodas del Cordero" (Ap 19,9; cf. Ap 19,
7). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su
"misterio", de su institución y del sentido que Dios le dio, de su
origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de
la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación
"en el Señor" (1 Co 7,39) todo ello en la perspectiva de
la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf Ef 5,31-32).
El matrimonio en el orden de la creación
1603 "La
íntima comunidad de vida y amor conyugal, está fundada por el Creador y
provista de leyes propias. [...] El mismo Dios [...] es el autor del
matrimonio" (GS 48,1).
La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de
la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una
institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha
podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras
sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar
sus rasgos comunes y permanente. A pesar de que la dignidad de esta institución
no se trasluzca siempre con la misma claridad (cf GS 47,2),
existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión
matrimonial. "La salvación de la persona y de la sociedad humana y
cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y
familiar" (GS 47,1).
1604 Dios
que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación
fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a
imagen y semejanza de Dios (Gn 1,2), que es Amor (cf 1
Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo
entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que
Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador
(cf Gn1,31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser
fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. «Y los
bendijo Dios y les dijo: "Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra
y sometedla"» (Gn 1,28).
1605 La
Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para
el otro: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2,
18). La mujer, "carne de su carne" (cf Gn2, 23), su
igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como una
"auxilio" (cf Gn 2, 18), representando así a Dios
que es nuestro "auxilio" (cf Sal 121,2). "Por
eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una
sola carne" (cf Gn 2,18-25). Que esto significa una unión
indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue
"en el principio", el plan del Creador (cf Mt 19,
4): "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6).
El matrimonio bajo la esclavitud del pecado
1606 Todo
hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del
mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre
y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por
la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos
que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede
manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado,
según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo
de carácter universal.
1608 Sin embargo, el orden de la
Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del
pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su
misericordia infinita, jamás les ha negado (cf Gn 3,21). Sin
esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus
vidas en orden a la cual Dios los creó "al comienzo".
El matrimonio bajo la pedagogía de la antigua Ley
1609 En
su misericordia, Dios no abandonó al hombre pecador. Las penas que son
consecuencia del pecado, "los dolores del parto" (Gn 3,16),
el trabajo "con el sudor de tu frente" (Gn 3,19),
constituyen también remedios que limitan los daños del pecado. Tras la caída, el
matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda
del propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí.
1610 La
conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se
desarrolló bajo la pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de los patriarcas
y de los reyes no es todavía criticada de una manera explícita. No obstante, la
Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un dominio
arbitrario del hombre, aunque la Ley misma lleve también, según la palabra del
Señor, las huellas de "la dureza del corazón" de la persona humana,
razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer (cf Mt 19,8; Dt 24,1).
1611 Contemplando
la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y
fiel (cf Os 1-3; Is 54.62; Jr 2-3.
31; Ez 16,62;23), los profetas fueron preparando la conciencia
del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la
indisolubilidad del matrimonio (cf Ml 2,13-17). Los libros de
Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del matrimonio,
de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradición ha visto siempre
en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano, en cuanto que
este es reflejo del amor de Dios, amor "fuerte como la muerte" que
"las grandes aguas no pueden anegar" (Ct 8,6-7).
El matrimonio en el Señor
1612 La
alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la Nueva y Eterna
Alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió
en cierta manera con toda la humanidad salvada por Él (cf. GS 22),
preparando así "las bodas del cordero" (Ap 19,7.9).
1613 En
el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo —a petición de su
Madre— con ocasión de un banquete de boda (cf Jn 2,1-11). La
Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de
Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de
que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.
1614 En
su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del
hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la
autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la
dureza del corazón (cf Mt 19,8); la unión matrimonial del
hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios
unió, que no lo separe el hombre" (Mt 19,6).
1615 Esta
insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo
causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19,10).
Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y
demasiado pesada (cf Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de
Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado
por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la
dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí
mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos
podrán "comprender" (cf Mt 19,11) el sentido
original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del
Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida
cristiana.
1616 Es
lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: "Maridos, amad a vuestras
mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla" (Ef 5,25-26), y añadiendo enseguida: «"Por
eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos
se harán una sola carne". Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo
y a la Iglesia» (Ef 5,31-32).
1617 Toda
la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia.
Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por
así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que precede
al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por
su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia.
Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados
es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (cf Concilio de Trento, DS 1800;
CIC can. 1055 § 2).
La virginidad por el Reino de Dios
1618 Cristo
es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar
entre todos los demás vínculos, familiares o sociales (cf Lc 14,26; Mc 10,28-31).
Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado
al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya
(cf Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor, para
tratar de agradarle (cf 1 Co 7,32), para ir al encuentro del
Esposo que viene (cf Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a
seguirle en este modo de vida del que Él es el modelo:
«Hay
eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los
hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los
Cielos. Quien pueda entender, que entienda» (Mt 19,12).
1619 La
virginidad por el Reino de los cielos es un desarrollo de la gracia bautismal,
un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente
espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una
realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (cf Mc 12,25; 1
Co 7,31).
1620 Estas
dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de
Dios, vienen del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y les concede la
gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf Mt 19,3-12).
La estima de la virginidad por el Reino (cf LG 42; PC 12; OT 10)
y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente:
«Denigrar
el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo es
realzar a la vez la admiración que corresponde a la virginidad. Pero lo que por
comparación con lo peor parece bueno, no es bueno del todo; lo que según el
parecer de todos es mejor que todos los bienes, eso sí que es en verdad
un bien eminente» (San Juan Crisóstomo, De virginitate, 10,1;
cf FC, 16).
II. La celebración del Matrimonio
1621 En
el rito latino, la celebración del matrimonio entre dos fieles católicos tiene
lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que
tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (cf SC 61).
En la Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza, en la que Cristo
se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada por la que se entregó
(cf LG 6).
Es, pues, conveniente que los esposos sellen su consentimiento en darse el
uno al otro mediante la ofrenda de sus propias vidas, uniéndose a la
ofrenda de Cristo por su Iglesia, hecha presente en el Sacrificio Eucarístico,
y recibiendo la Eucaristía, para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la
misma Sangre de Cristo, "formen un solo cuerpo" en Cristo (cf 1
Co 10,17).
1622 "En
cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración del matrimonio
[...] debe ser por sí misma válida, digna y fructuosa" (FC 67).
Por tanto, conviene que los futuros esposos se dispongan a la celebración de su
matrimonio recibiendo el sacramento de la Penitencia.
1623 Según
la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo,
manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el
sacramento del matrimonio. En las tradiciones de las Iglesias orientales,
los sacerdotes –Obispos o presbíteros– son testigos del recíproco
consentimiento expresado por los esposos (cf. CCEO, can. 817), pero también su
bendición es necesaria para la validez del sacramento (cf CCEO, can. 828).
1624 Las
diversas liturgias son ricas en oraciones de bendición y de epíclesis pidiendo
a Dios su gracia y la bendición sobre la nueva pareja, especialmente sobre la
esposa. En la epíclesis de este sacramento los esposos reciben el Espíritu
Santo como Comunión de amor de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5,32).
El Espíritu Santo
-
es el
sello de la alianza de los esposos,
-
la
fuente siempre generosa de
su amor,
-
la
fuerza con que se renovará su fidelidad.
III. El consentimiento matrimonial
1625 Los
protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados,
libres para contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento.
"Ser libre" quiere decir:
— no obrar por coacción;— no estar impedido por una ley natural o eclesiástica.
1626 La
Iglesia considera el intercambio de los consentimientos entre los esposos como
el elemento indispensable "que hace el matrimonio" (CIC can.
1057 §1). Si el consentimiento falta, no hay matrimonio.
1627 El
consentimiento consiste en "un acto humano, por el cual los esposos se
dan y se reciben mutuamente" (GS 48,1;
cf CIC can. 1057 §2): "Yo te recibo como esposa" — "Yo te
recibo como esposo" (Ritual de la celebración del Matrimonio,
62). Este consentimiento que une a los esposos entre sí, encuentra su plenitud
en el hecho de que los dos "vienen a ser una sola carne" (cf Gn 2,24; Mc 10,8; Ef 5,31).
1628 El
consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes,
libre de violencia o de temor grave externo (cf CIC can. 1103). Ningún
poder humano puede reemplazar este consentimiento (CIC can. 1057 §1). Si
esta libertad falta, el matrimonio es inválido.
1629 Por
esta razón (o por otras razones que hacen nulo e inválido el matrimonio [cf.
CIC can. 1095-1107]), la Iglesia, tras examinar la situación por el
tribunal eclesiástico competente, puede declarar "la nulidad del
matrimonio", es decir, que el matrimonio no ha existido. En
este caso, los contrayentes quedan libres para casarse, aunque deben
cumplir las obligaciones naturales nacidas de una unión precedente anterior (cf
CIC, can. 1071 § 1, 3).
1630 El
sacerdote (o el diácono) que asiste a la celebración del matrimonio, recibe el
consentimiento de los esposos en nombre de la Iglesia y da la bendición de la
Iglesia. La presencia del ministro de la Iglesia (y también de los testigos)
expresa visiblemente que el Matrimonio es una realidad eclesial.
1631 Por
esta razón, la Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma
eclesiástica de la celebración del matrimonio (cf Concilio de
Trento: DS 1813-1816; CIC can 1108). Varias razones concurren para explicar
esta determinación:
—
El matrimonio sacramental es un acto litúrgico. Por tanto, es
conveniente que sea celebrado en la liturgia pública de la Iglesia.
— El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos.
— Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso que exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos).
— El carácter público del consentimiento protege el "Sí" una vez dado y ayuda a permanecer fiel a él.
— El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos.
— Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso que exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos).
— El carácter público del consentimiento protege el "Sí" una vez dado y ayuda a permanecer fiel a él.
1632 Para
que el "Sí" de los esposos sea un acto libre y responsable, y para
que la alianza matrimonial tenga fundamentos humanos y cristianos sólidos y
estables, la preparación para el matrimonio es de primera
importancia:
El
ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por las familias son el camino
privilegiado de esta preparación.
El
papel de los pastores y de la comunidad cristiana como "familia de
Dios" es indispensable para la transmisión de los valores humanos y
cristianos del matrimonio y de la familia (cf. CIC can 1063), y esto con mayor
razón en nuestra época en la que muchos jóvenes conocen la experiencia de
hogares rotos que ya no aseguran suficientemente esta iniciación:
«Los
jóvenes deben ser instruidos adecuada y oportunamente sobre la dignidad, tareas
y ejercicio del amor conyugal, sobre todo en el seno de la misma familia, para
que, educados en el cultivo de la castidad, puedan pasar, a la edad
conveniente, de un honesto noviazgo, al matrimonio» (GS 49,3).
Matrimonios mixtos y disparidad de culto
1633 En
numerosos países, la situación del matrimonio mixto (entre
católico y bautizado no católico) se presenta con bastante frecuencia.
Exige una atención particular de los cónyuges y de los pastores. El caso de matrimonios
con disparidad de culto (entre católico y no bautizado) exige
aún una mayor atención.
1634 La
diferencia de confesión entre los cónyuges no constituye un obstáculo
insuperable para el matrimonio, cuando llegan a poner en común lo que cada uno
de ellos ha recibido en su comunidad, y a aprender el uno del otro el modo como
cada uno vive su fidelidad a Cristo. Pero las dificultades de los
matrimonios mixtos no deben tampoco ser subestimadas. Se deben al hecho de
que la separación de los cristianos no se ha superado todavía. Los esposos
corren el peligro de vivir en el seno de su hogar el drama de la desunión de
los cristianos. La disparidad de culto puede agravar aún más estas
dificultades. Divergencias en la fe, en la concepción misma del matrimonio,
pero también mentalidades religiosas distintas pueden constituir una fuente
de tensiones en el matrimonio, principalmente a propósito de la educación de
los hijos. Una tentación que puede presentarse entonces es la indiferencia
religiosa.
1635 Según
el derecho vigente en la Iglesia latina, un matrimonio mixto necesita, para
su licitud, el permiso expreso de la autoridad eclesiástica
(cf CIC can. 1124). En caso de disparidad de culto se requiere una dispensa
expresa del impedimento para la validez del matrimonio (cf CIC
can. 1086). Este permiso o esta dispensa supone que ambas partes conozcan y
no excluyan los fines y las propiedades esenciales del matrimonio: además, que
la parte católica confirme los compromisos –también haciéndolos conocer a la
parte no católica– de conservar la propia fe y de asegurar el Bautismo y la
educación de los hijos en la Iglesia Católica (cf CIC can. 1125).
1636 En
muchas regiones, gracias al diálogo ecuménico, las comunidades cristianas
interesadas han podido llevar a cabo una pastoral común para los
matrimonios mixtos. Su objetivo es ayudar a estas parejas a vivir su
situación particular a la luz de la fe. Debe también ayudarles a superar las
tensiones entre las obligaciones de los cónyuges, el uno con el otro, y con sus
comunidades eclesiales. Debe alentar el desarrollo de lo que les es común en la
fe, y el respeto de lo que los separa.
1637 En
los matrimonios con disparidad de culto, el esposo católico tiene una tarea
particular: "Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y
la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente" ( 1
Co 7,14). Es un gran gozo para el cónyuge cristiano y para la Iglesia
el que esta "santificación" conduzca a la conversión libre del otro
cónyuge a la fe cristiana (cf. 1 Co 7,16). El amor conyugal
sincero, la práctica humilde y paciente de las virtudes familiares, y la
oración perseverante pueden preparar al cónyuge no creyente a recibir la gracia
de la conversión.
IV.
Los efectos del sacramento del Matrimonio
1638 "Del
matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo
y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los
cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento
peculiar para los deberes y la dignidad de su estado" (CIC can
1134).
El vínculo matrimonial
1639 El
consentimiento por el que los esposos se dan y se reciben mutuamente es sellado
por el mismo Dios (cf Mc 10,9). De su alianza "nace
una institución estable por ordenación divina, también ante la sociedad" (GS 48,1).
La alianza de los esposos está integrada en la alianza de Dios con los hombres:
"el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino" (GS 48,2).
1640 Por
tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios
mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no
puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de
los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y
da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no
tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina
(cf CIC can. 1141).
La gracia del sacramento del Matrimonio
1641 "En
su modo y estado de vida, los cónyuges cristianos tienen su carisma propio en
el Pueblo de Dios" (LG 11).
Esta gracia propia del sacramento del Matrimonio está destinada
-
a
perfeccionar el amor de los cónyuges,
-
a
fortalecer su unidad indisoluble.
-
Por
medio de esta gracia "se ayudan mutuamente a santificarse en la vida
conyugal y en la acogida y educación de los hijos" (LG 11;
cf LG 41).
1642 Cristo
es la fuente de esta gracia. "Pues de la misma manera que Dios
en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y
fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante
el sacramento del Matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos"
(GS 48,2).
Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de
levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las
cargas de los otros (cf Ga 6,2), de estar
"sometidos unos a otros en el temor de Cristo" (Ef5,21) y
de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En las alegrías de
su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete
de las bodas del Cordero:
«¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera
satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la
ofrenda, que sella la bendición, que los ángeles proclaman, y el Padre celestial
ratifica? [...].¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola
esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos
de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el
espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola
carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu (Tertuliano, Ad
uxorem 2,9; cf. FC 13).
V.
Los bienes y las exigencias del amor conyugal
1643 "El
amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos
de la persona —reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de
la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira una unidad
profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a
no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la
fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a fecundidad.
En una palabra: se trata de características normales de todo amor conyugal
natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida,
sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores
propiamente cristianos" (FC 13).
Unidad e indisolubilidad del matrimonio
1644 El
amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la
indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de
los esposos: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6;
cf Gn 2,24). "Están llamados a crecer continuamente en su
comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de
la recíproca donación total" (FC 19).
Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión
en Jesucristo dada mediante el sacramento del Matrimonio. Se profundiza por la
vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.
1645 "La
unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad
personal que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno
amor" (GS 49,2).
La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y
al amor conyugal que es único y exclusivo.
La fidelidad del amor conyugal
1646 El
amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad
inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen
mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo
definitivo, no algo pasajero. "Esta íntima unión, en cuanto donación
mutua de dos personas, así como el bien de los hijos exigen la fidelidad de los
cónyuges y urgen su indisoluble unidad" (GS 48,1).
1647 Su
motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a
su Iglesia. Por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados
para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la
indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo.
1648 Puede
parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser humano.
Por ello es tanto más importante anunciar la buena nueva de que Dios nos ama
con un amor definitivo e irrevocable, de que los esposos participan de este
amor, que les conforta y mantiene, y de que por su fidelidad se convierten en
testigos del amor fiel de Dios. Los esposos que, con la gracia de Dios, dan
este testimonio, con frecuencia en condiciones muy difíciles, merecen la
gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial (cf FC 20).
1649 Existen,
sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace
prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la
Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de
la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de
Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación
difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. La
comunidad cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir
cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que
permanece indisoluble (cf FC; 83;
CIC can 1151-1155).
1650 Hoy
son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según
las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La
Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien repudie
a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella
repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio": Mc 10,11-12),
que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer
matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen
en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual
no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y
por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La
reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida
más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y
de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.
1651 Respecto
a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan la
fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la
comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de que aquellos no se
consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben participar
en cuanto bautizados:
«Exhórteseles
a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la misa, a
perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas
de la comunidad en favor de la justicia, a educar sus hijos en la fe cristiana,
a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo,
día a día, la gracia de Dios» (FC 84).
La apertura a la fecundidad
1652 "Por
su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal
están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son
coronados como su culminación" (GS 48,1):
«Los
hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de
sus mismos padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre
esté solo (Gn 2,18), y que hizo desde el principio al hombre, varón
y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle cierta participación
especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo:
"Creced y multiplicaos" (Gn 1,28). De ahí que el cultivo
verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él
procede, sin dejar posponer los otros fines del matrimonio, tienden a que los
esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del
Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia
familia cada día más» (GS 50,1).
1653 La
fecundidad del amor conyugal se extiende a los frutos de la vida moral,
espiritual y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la
educación. Los padres son los principales y primeros educadores de sus hijos
(cf. GE 3).
En este sentido, la tarea fundamental del matrimonio y de la familia es estar
al servicio de la vida (cf FC 28).
1654 Sin
embargo, los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden
llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente. Su
matrimonio puede irradiar una fecundidad de caridad, de acogida y de
sacrificio.
VI. La Iglesia doméstica
1655 Cristo
quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La
Iglesia no es otra cosa que la "familia de Dios". Desde sus orígenes,
el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que, "con toda
su casa", habían llegado a ser creyentes (cf Hch 18,8).
Cuando se convertían deseaban también que se salvase "toda su casa"
(cf Hch16,31; 11,14). Estas familias convertidas eran islotes de
vida cristiana en un mundo no creyente.
1656 En
nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las
familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe
viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una
antigua expresión, Ecclesia domestica (LG 11;
cf. FC 21).
En el seno de la familia, "los padres han de ser para sus hijos los
primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal
de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada" (LG 11).
1657 Aquí
es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del
padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la
familia, "en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción
de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que
se traduce en obras" (LG 10).
El hogar es así la primera escuela de vida cristiana y "escuela del más
rico humanismo" (GS 52,1).
Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el
perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de
la oración y la ofrenda de la propia vida.
1658 Es
preciso recordar asimismo a un gran número de personas que permanecen
solteras a causa de las concretas condiciones en que deben vivir, a
menudo sin haberlo querido ellas mismas. Estas personas se encuentran
particularmente cercanas al corazón de Jesús; y, por ello, merecen afecto y
solicitud diligentes de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de
ellas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de
condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu de las
bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A todas
ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares, "iglesias
domésticas" y las puertas de la gran familia que es la Iglesia. «Nadie se
sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos,
especialmente para cuantos están "fatigados y agobiados" (Mt 11,28)»
(FC 85).
Resumen
1659 San
Pablo dice: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la
Iglesia [...]Gran misterio es éste, lo digo con respecto a Cristo y
la Iglesia" (Ef 5,25.32).
1660 La
alianza matrimonial, por la que un hombre y una mujer constituyen una íntima
comunidad de vida y de amor, fue fundada y dotada de sus leyes propias por el
Creador. Por su naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges así como a la
generación y educación de los hijos. Entre bautizados, el matrimonio ha sido
elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento (cf. GS 48,1; CIC can.
1055, §1).
1661 El
sacramento del Matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia. Da a los
esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la
gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma
su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna (cf.
Concilio de Trento: DS 1799).
1662 El
matrimonio se funda en el consentimiento de los contrayentes, es decir, en la
voluntad de darse mutua y definitivamente con el fin de vivir una alianza de
amor fiel y fecundo.
1663 Dado
que el matrimonio establece a los cónyuges en un estado público de vida en la
Iglesia, la celebración del mismo se hace ordinariamente de modo público, en el
marco de una celebración litúrgica, ante el sacerdote (o el testigo cualificado
de la Iglesia), los testigos y la asamblea de los fieles.
1664 La
unidad, la indisolubilidad, y la apertura a la fecundidad son esenciales al
matrimonio. La poligamia es incompatible con la unidad del matrimonio; el
divorcio separa lo que Dios ha unido; el rechazo de la fecundidad priva la vida
conyugal de su "don más excelente", el hijo (GS 50,1).
1665 Contraer
un nuevo matrimonio por parte de los divorciados mientras viven sus cónyuges
legítimos contradice el plan y la ley de Dios enseñados por Cristo. Los que
viven en esta situación no están separados de la Iglesia pero no pueden acceder
a la comunión eucarística. Pueden vivir su vida cristiana sobre todo educando a
sus hijos en la fe.
1666 El
hogar cristiano es el lugar en que los hijos reciben el primer anuncio de la
fe. Por eso la casa familiar es llamada justamente "Iglesia
doméstica", comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas
y de caridad cristiana.
El CUARTO MANDAMIENTO:
“Honra a tu padre y a tu madre”
«Honra
a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el
Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20, 12).
«Vivía
sujeto a ellos» (Lc 2, 51).
El
Señor Jesús recordó también la fuerza de este “mandamiento de Dios” (Mc 7,
8 -13). El apóstol enseña: “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor;
porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, tal es el
primer mandamiento que lleva consigo una promesa: para que seas feliz y
se prolongue tu vida sobre la tierra» (Ef 6, 1-3; cf Dt 5
16).
2197 El
cuarto mandamiento encabeza la segunda tabla. Indica el orden de la caridad.
Dios quiso que, después de Él, honrásemos a nuestros padres, a los que debemos
la vida y que nos han transmitido el conocimiento de Dios. Estamos obligados
a honrar y respetar a todos los que Dios, para nuestro bien, ha investido de su
autoridad.
2198 Este
precepto se expresa de forma positiva, indicando los deberes que se han de
cumplir. Anuncia los mandamientos siguientes que contienen un respeto
particular de la vida, del matrimonio, de los bienes terrenos, de la palabra.
Constituye uno de los fundamentos de la doctrina social de la Iglesia.
2199 El
cuarto mandamiento se dirige expresamente a los hijos en sus relaciones con sus
padres, porque esta relación es la más universal. Se refiere también a las
relaciones de parentesco con los miembros del grupo familiar. Exige que se
dé honor, afecto y reconocimiento a los abuelos y antepasados. Finalmente se
extiende a los deberes de los alumnos respecto a los maestros, de los empleados
respecto a los patronos, de los subordinados respecto a sus jefes, de los
ciudadanos respecto a su patria, a los que la administran o la gobiernan.
Este
mandamiento implica y sobrentiende los deberes de los padres, tutores,
maestros, jefes, magistrados, gobernantes, de todos los que ejercen una
autoridad sobre otros o sobre una comunidad de personas.
2200 El
cumplimiento del cuarto mandamiento lleva consigo su recompensa: “Honra a tu
padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el
Señor, tu Dios, te va a dar” (Ex 20, 12; Dt 5,
16). La observancia de este mandamiento procura, con los frutos espirituales,
frutos temporales de paz y de prosperidad. Y al contrario, la no observancia
de este mandamiento entraña grandes daños para las comunidades y las personas
humanas.
I. La familia en el plan de Dios
2201 La
comunidad conyugal está establecida sobre el consentimiento de los esposos. El
matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la
procreación y educación de los hijos. El amor de los esposos y la generación de
los hijos establecen entre los miembros de una familia relaciones personales y
responsabilidades primordiales.
2202 Un
hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta
disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se
impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en función de la
cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco.
2203 Al
crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó
de su constitución fundamental. Sus miembros son personas iguales en
dignidad. Para el bien común de sus miembros y de la sociedad, la
familia implica una diversidad de responsabilidades, de derechos y de deberes.
La familia cristiana
2204.
“La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específicas de
la comunión eclesial; por eso [...] puede y debe decirse Iglesia
doméstica” (FC 21,
cf LG 11).
Es una comunidad de fe, esperanza y caridad, posee en la Iglesia una
importancia singular como aparece en el Nuevo Testamento (cf Ef 5, 21-6, 4; Col 3,
18-21; 1 P 3, 1-7).
2205 La
familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión
del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa
es reflejo de la obra creadora de Dios. Es llamada a participar en la oración y
el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la lectura de la Palabra de
Dios fortalecen en ella la caridad. La familia cristiana es evangelizadora y
misionera.
2206 Las
relaciones en el seno de la familia entrañan una afinidad de sentimientos,
afectos e intereses que provienen sobre todo del mutuo respeto de las personas.
La familia es una comunidad privilegiada llamada a realizar un
propósito común de los esposos y una cooperación diligente de los padres en la
educación de los hijos (cf. GS 52).
II. La familia y la sociedad
2207 La
familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad
natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y
en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en
el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la
seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la
comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales,
se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es
iniciación a la vida en sociedad.
2208 La
familia debe vivir de manera que sus miembros aprendan el cuidado y la
responsabilidad respecto de los pequeños y mayores, de los enfermos o
disminuidos, y de los pobres. Numerosas son las familias que en ciertos
momentos no se hallan en condiciones de prestar esta ayuda. Corresponde
entonces a otras personas, a otras familias, y subsidiariamente a la sociedad,
proveer a sus necesidades. “La religión pura e intachable ante Dios Padre es
ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse
incontaminado del mundo” (St 1, 27).
2209 La
familia debe ser ayudada y defendida mediante medidas sociales apropiadas.
Cuando las familias no son capaces de realizar sus funciones, los otros cuerpos
sociales tienen el deber de ayudarlas y de sostener la institución familiar. En
conformidad con el principio de subsidiariedad, las comunidades más numerosas
deben abstenerse de privar a las familias de sus propios derechos y de
inmiscuirse en sus vidas.
2210 La
importancia de la familia para la vida y el bienestar de la sociedad (cf GS 47,
1) entraña una responsabilidad particular de ésta en el apoyo y fortalecimiento
del matrimonio y de la familia. La autoridad civil ha de considerar como
deber grave “el reconocimiento de la auténtica naturaleza del matrimonio y de
la familia, protegerla y fomentarla, asegurar la moralidad pública y favorecer
la prosperidad doméstica” (GS 52,
2).
2211 La
comunidad política tiene el deber de honrar a la familia, asistirla y
asegurarle especialmente:
—
la libertad de fundar un hogar, de tener hijos y de educarlos de acuerdo con
sus propias convicciones morales y religiosas;
—
la protección de la estabilidad del vínculo conyugal y de la institución
familiar;
—
la libertad de profesar su fe, transmitirla, educar a sus hijos en ella, con
los medios y las instituciones necesarios;
—
el derecho a la propiedad privada, a la libertad de iniciativa, a tener un
trabajo, una vivienda, el derecho a emigrar;
—
conforme a las instituciones del país, el derecho a la atención médica, a la
asistencia de las personas de edad, a los subsidios familiares;
—
la protección de la seguridad y la higiene, especialmente por lo que se refiere
a peligros como la droga, la pornografía, el alcoholismo, etc.;
—
la libertad para formar asociaciones con otras familias y de estar así
representadas ante las autoridades civiles (cf FC 46).
2212 El
cuarto mandamiento ilumina las demás relaciones en la sociedad. En
nuestros hermanos y hermanas vemos a los hijos de nuestros padres; en nuestros
primos, los descendientes de nuestros antepasados; en nuestros conciudadanos,
los hijos de nuestra patria; en los bautizados, los hijos de nuestra madre, la
Iglesia; en toda persona humana, un hijo o una hija del que quiere ser llamado
“Padre nuestro”. Así, nuestras relaciones con el prójimo se deben reconocer
como pertenecientes al orden personal. El prójimo no es un “individuo” de la
colectividad humana; es “alguien” que por sus orígenes, siempre “próximos” por
una u otra razón, merece una atención y un respeto singulares.
2213 Las
comunidades humanas están compuestas de personas. Gobernarlas bien
no puede limitarse simplemente a garantizar los derechos y el cumplimiento de
deberes, como tampoco a la sola fidelidad a los compromisos. Las justas relaciones
entre patronos y empleados, gobernantes y ciudadanos, suponen la benevolencia
natural conforme a la dignidad de personas humanas deseosas de justicia y
fraternidad.
III.
Deberes de los miembros de la familia
Deberes de los hijos
2214 La
paternidad divina es la fuente de la paternidad humana (cf Ef 3,
14); es el fundamento del honor debido a los padres. El respeto de los hijos,
menores o mayores de edad, hacia su padre y hacia su madre (cf Pr 1,
8; Tb 4, 3-4), se nutre del afecto natural nacido del
vínculo que los une. Es exigido por el precepto divino (cf Ex 20,
12).
2215 El
respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para
quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos
al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. “Con
todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre.
Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?”
(Si 7, 27-28).
2216 El
respeto filial se expresa en la docilidad y la obediencia verdaderas.
“Guarda, hijo mío, el mandato de tu padre y no desprecies la lección de tu
madre [...] en tus pasos ellos serán tu guía; cuando te acuestes, velarán por
ti; conversarán contigo al despertar” (Pr 6, 20-22). “El hijo sabio
ama la instrucción, el arrogante no escucha la reprensión” (Pr 13,
1).
2217 Mientras
vive en el domicilio de sus padres, el hijo debe obedecer a todo lo que éstos
dispongan para su bien o el de la familia. “Hijos, obedeced en todo a
vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor” (Col 3,
20; cf Ef 6, 1). Los niños deben obedecer también las
prescripciones razonables de sus educadores y de todos aquellos a quienes sus
padres los han confiado. Pero si el niño está persuadido en conciencia de que
es moralmente malo obedecer esa orden, no debe seguirla.
Cuando
se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus padres. Deben prevenir sus deseos, solicitar
dócilmente sus consejos y aceptar sus amonestaciones justificadas. La
obediencia a los padres cesa con la emancipación de los hijos, pero no el
respeto que les es debido, el cual permanece para siempre. Este, en efecto,
tiene su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu Santo.
2218 El
cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades
para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles
ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en
momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud
(cf Mc 7, 10-12).
«El
Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre su
prole. Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es quien
da gloria a su madre. Quien honra a su padre recibirá contento de sus hijos, y
en el día de su oración será escuchado. Quien da gloria al padre vivirá largos
días, obedece al Señor quien da sosiego a su madre» (Si 3, 2-6).
«Hijo,
cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya
perdido la cabeza, sé indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor
[...] Como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien
irrita a su madre» (Si 3, 12-13.16).
2219 El
respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar; atañe también a
las relaciones entre hermanos y hermanas. El respeto a los padres
irradia en todo el ambiente familiar. “Corona de los ancianos son los hijos
de los hijos” (Pr 17, 6). “[Soportaos] unos a otros en la caridad,
en toda humildad, dulzura y paciencia” (Ef 4, 2).
2220 Los
cristianos están obligados a una especial gratitud para con aquellos de quienes
recibieron el don de la fe, la gracia del bautismo y la vida en la Iglesia.
Puede tratarse de los padres, de otros miembros de la familia, de los abuelos,
de los pastores, de los catequistas, de otros maestros o amigos. “Evoco el
recuerdo [...] de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó primero en tu
abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti” (2
Tm1, 5).
Deberes de los padres
2221 La
fecundidad del amor conyugal no se reduce a la sola procreación de los hijos,
sino que debe extenderse también a su educación moral y a su formación
espiritual. El papel de los padres en la educación “tiene
tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse” (GE 3).
El derecho y el deber de la educación son para los padres primordiales e
inalienables (cf FC 36).
2222 Los
padres deben mirar a sus hijos como a hijos de Dios y
respetarlos como a personas humanas. Han de educar a sus hijos en
el cumplimiento de la ley de Dios, mostrándose ellos mismos obedientes a la
voluntad del Padre de los cielos.
2223 Los
padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos.
Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar,
donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio
desinteresado son norma. La familia es un lugar apropiado para la educación
de las virtudes. Esta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano
juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad verdadera. Los padres
han de enseñar a los hijos a subordinar las dimensiones “materiales e
instintivas a las interiores y espirituales” (CA 36).
Es una grave responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo
reconocer ante sus hijos sus propios defectos, se hacen más aptos para
guiarlos y corregirlos:
«El
que ama a su hijo, le corrige sin cesar [...] el que enseña a su hijo, sacará
provecho de él» (Si 30, 1-2). «Padres, no exasperéis a vuestros
hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el
Señor» (Ef6, 4).
2224 La
familia constituye un medio natural para la iniciación del ser humano en la
solidaridad y en las responsabilidades comunitarias. Los padres deben
enseñar a los hijos a guardarse de los riesgos y las degradaciones que amenazan
a las sociedades humanas.
2225 Por
la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han recibido la
responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos. Desde
su primera edad, deberán iniciarlos en los misterios de la fe, de los que ellos
son para sus hijos los “primeros [...] heraldos de la fe” (LG11). Desde
su más tierna infancia, deben asociarlos a la vida de la Iglesia. La
forma de vida en la familia puede alimentar las disposiciones afectivas que,
durante toda la vida, serán auténticos cimientos y apoyos de una fe viva.
2226 La educación
en la fe por los padres debe comenzar desde la más tierna infancia.
Esta educación se hace ya cuando los miembros de la familia se ayudan a crecer
en la fe mediante el testimonio de una vida cristiana de acuerdo con el
Evangelio. La catequesis familiar precede, acompaña y enriquece las otras
formas de enseñanza de la fe. Los padres tienen la misión de enseñar a sus
hijos a orar y a descubrir su vocación de hijos de Dios (cf LG 11).
La parroquia es la comunidad eucarística y el corazón de la vida litúrgica de
las familias cristianas; es un lugar privilegiado para la catequesis de los
niños y de los padres.
2227 Los
hijos, a su vez, contribuyen al crecimiento de sus padres en la
santidad (cf GS 48,
4). Todos y cada uno deben otorgarse generosamente y sin cansarse el mutuo
perdón exigido por las ofensas, las querellas, las injusticias y las omisiones.
El afecto mutuo lo sugiere. La caridad de Cristo lo exige (cf Mt 18,
21-22; Lc 17, 4).
2228 Durante
la infancia, el respeto y el afecto de los padres se traducen ante todo en el
cuidado y la atención que consagran para educar a sus hijos, y para proveer
a sus necesidades físicas y espirituales. En el transcurso del
crecimiento, el mismo respeto y la misma dedicación llevan a los padres a
enseñar a sus hijos a usar rectamente de su razón y de su libertad.
2229. Los
padres, como primeros responsables de la educación de sus hijos, tienen el
derecho de elegir para ellos una escuela que corresponda a sus
propias convicciones. Este derecho es fundamental. En cuanto sea posible,
los padres tienen el deber de elegir las escuelas que mejor les ayuden en su
tarea de educadores cristianos (cf GE 6).
Los poderes públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los padres
y de asegurar las condiciones reales de su ejercicio.
2230 Cuando
llegan a la edad correspondiente, los hijos tienen el deber y el derecho
de elegir su profesión y su estado de vida. Estas nuevas
responsabilidades deberán asumirlas en una relación de confianza con sus
padres, cuyo parecer y consejo pedirán y recibirán dócilmente. Los padres deben
cuidar de no presionar a sus hijos ni en la elección de una profesión ni en la
de su futuro cónyuge. Esta indispensable prudencia no impide, sino al contrario,
ayudar a los hijos con consejos juiciosos, particularmente cuando éstos se
proponen fundar un hogar.
2231 Hay
quienes no se casan para poder cuidar a sus padres, o sus hermanos y hermanas,
para dedicarse más exclusivamente a una profesión o por otros motivos dignos.
Estas personas pueden contribuir grandemente al bien de la familia humana.
IV. La familia y el reino de Dios
2232 Los
vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos. A la par que
el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación
singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres
deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para
seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del
cristiano es seguir a Jesús (cf Mt 16,
25): “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el
que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10,
37).
2233 Hacerse
discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia
de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir: “El que cumpla la
voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,
49).
Los
padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento
del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por el Reino, en
la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.
V. Las autoridades en la sociedad civil
2234 El
cuarto mandamiento de Dios nos ordena también honrar a todos los que, para
nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la sociedad. Este
mandamiento determina tanto los deberes de quienes ejercen la autoridad como
los de quienes están sometidos a ella.
Deberes de las autoridades civiles
2235 Los
que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio. “El que quiera
llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro esclavo” (Mt 20,
26). El ejercicio de una autoridad está moralmente regulado por su origen
divino, su naturaleza racional y su objeto específico. Nadie puede ordenar o
establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley
natural.
2236 El
ejercicio de la autoridad ha de manifestar una justa jerarquía de valores con
el fin de facilitar el ejercicio de la libertad y de la responsabilidad de
todos. Los superiores deben ejercer la justicia distributiva con sabiduría,
teniendo en cuenta las necesidades y la contribución de cada uno y atendiendo a
la concordia y la paz. Deben velar porque las normas y disposiciones que
establezcan no induzcan a tentación oponiendo el interés personal al de la
comunidad (cf CA 25).
2237 El poder
político está obligado a respetar los derechos fundamentales de la
persona humana. Y a administrar humanamente justicia en el respeto al
derecho de cada uno, especialmente el de las familias y de los desheredados.
Los
derechos políticos inherentes a la ciudadanía pueden y deben ser concedidos
según las exigencias del bien común. No pueden ser suspendidos por la autoridad
sin motivo legítimo y proporcionado. El ejercicio de los derechos políticos
está destinado al bien común de la nación y de toda la comunidad humana.
Deberes de los ciudadanos
2238 Los
que están sometidos a la autoridad deben mirar a sus superiores como
representantes de Dios que los ha instituido ministros de sus dones (cf Rm 13,
1-2): “Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana [...]. Obrad
como hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la
maldad, sino como siervos de Dios” (1 P 2, 13.16.). Su colaboración
leal entraña el derecho, a veces el deber, de ejercer una justa crítica de lo
que les parece perjudicial para la dignidad de las personas o el bien de la
comunidad.
2239 Deber
de los ciudadanos es cooperar con la autoridad civil al bien de la
sociedad en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad. El
amor y el servicio de la patria forman parte del deber de
gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a las autoridades
legítimas y el servicio del bien común exigen de los ciudadanos que cumplan con
su responsabilidad en la vida de la comunidad política.
2240 La
sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exigen
moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la
defensa del país:
«Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos;
a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor» (Rm 13,
7).
«Los cristianos residen en su propia patria, pero como extranjeros
domiciliados. Cumplen todos sus deberes de ciudadanos y soportan todas sus
cargas como extranjeros [...] Obedecen a las leyes establecidas, y su manera de
vivir está por encima de las leyes. [...] Tan noble es el puesto que Dios les
ha asignado, que no les está permitido desertar» (Epistula ad Diognetum,
5, 5.10; 6, 10).
El
apóstol nos exhorta a ofrecer oraciones y acciones de gracias por los reyes y
por todos los que ejercen la autoridad, “para que podamos vivir una vida
tranquila y apacible con toda piedad y dignidad” (1 Tm 2, 2).
2241 Las
naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible,
al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que
no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para
que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de
quienes lo reciben.
Las
autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen a su
cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas
condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes de los
emigrantes respecto al país de adopción. El inmigrante está obligado a
respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo
acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas.
2242 El
ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las
autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del
orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas
del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades
civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia,
tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio
de la comunidad política. “Dad [...] al César lo que es del César y a Dios
lo que es de Dios” (Mt22, 21). “Hay que obedecer a Dios antes que a los
hombres” (Hch 5, 29):
«Cuando
la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a los
ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien común;
pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el
abuso de esta autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y
evangélica» (GS 74,
5).
2243 La resistencia a
la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas
sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones
ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de
haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4)
que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente
soluciones mejores.
La comunidad política y la Iglesia
2244 Toda
institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión del hombre y de
su destino, de la que saca sus referencias de juicio, su jerarquía de valores,
su línea de conducta. La mayoría de las sociedades han configurado sus
instituciones conforme a una cierta preeminencia del hombre sobre las cosas.
Sólo la religión divinamente revelada ha reconocido claramente en Dios, Creador
y Redentor, el origen y el destino del hombre. La Iglesia invita a las
autoridades civiles a juzgar y decidir a la luz de la Verdad sobre Dios y sobre
el hombre:
Las
sociedades que ignoran esta inspiración o la rechazan en nombre de su
independencia respecto a Dios se ven obligadas a buscar en sí mismas o a tomar
de una ideología sus referencias y finalidades; y, al no admitir un criterio
objetivo del bien y del mal, ejercen sobre el hombre y sobre su destino, un
poder totalitario, declarado o velado, como lo muestra la historia. (cf CA 45;
46).
2245 La
Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia, no se confunde en modo
alguno con la comunidad política [...] es a la vez signo y salvaguardia del
carácter trascendente de la persona humana. La Iglesia “respeta y promueve
también la libertad y la responsabilidad política de los ciudadanos” (GS 76,
3).
2246 Pertenece
a la misión de la Iglesia “emitir un juicio moral incluso sobre cosas que
afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la
persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos medios que
sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y
condiciones” (GS 76,
5).
Resumen
2247 “Honra
a tu padre y a tu madre” (Dt 5,16 ; Mc 7,10).
2248 De
conformidad con el cuarto mandamiento, Dios quiere que, después que a Él,
honremos a nuestros padres y a los que Él reviste de autoridad para nuestro
bien.
2249 La
comunidad conyugal está establecida sobre la alianza y el consentimiento de los
esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los cónyuges, a
la procreación y a la educación de los hijos.
2250 “La
salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente
ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (GS 47,
1).
2251 Los
hijos deben a sus padres respeto, gratitud, justa obediencia y ayuda. El
respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar.
2252 Los
padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos en la fe, en
la oración y en todas las virtudes. Tienen el deber de atender, en la medida de
lo posible, las necesidades materiales y espirituales de sus hijos.
2253 Los
padres deben respetar y favorecer la vocación de sus hijos. Han de recordar y
enseñar que la vocación primera del cristiano es la de seguir a Jesús.
2254 La
autoridad pública está obligada a respetar los derechos fundamentales de la
persona humana y las condiciones del ejercicio de su libertad.
2255 El
deber de los ciudadanos es cooperar con las autoridades civiles en la
construcción de la sociedad en un espíritu de verdad, justicia, solidaridad y
libertad.”
2256 El
ciudadano está obligado en conciencia a no seguir las prescripciones de las
autoridades civiles cuando son contrarias a las exigencias del orden moral.
“Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29).
2257.
Toda sociedad refiere sus juicios y su conducta a una visión del hombre y de su
destino. Si se prescinde de la luz del Evangelio sobre Dios y sobre el hombre,
las sociedades se hacen fácilmente «totalitarias».
El SEXTO MANDAMIENTO: “No cometerás adulterio”
«No
cometerás adulterio» (Ex 20, 14; Dt 5, 17).
«Habéis
oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pues yo os digo: Todo el que mira a
una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5,
27-28).
I. “Hombre y mujer los creó...”
2331 “Dios
es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola
a su imagen [...] Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer
la vocación, y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad
del amor y de la comunión” (FC 11).
“Dios
creó el hombre a imagen suya; [...] hombre y mujer los creó” (Gn 1,
27). “Creced y multiplicaos” (Gn 1, 28); “el día en que Dios creó
al hombre, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y
los llamó “Hombre” en el día de su creación” (Gn 5, 1-2).
2332 La sexualidad abraza
todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su
alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar
y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos
de comunión con otro.
2333 Corresponde
a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual.
La diferencia y la complementariedad físicas,
morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al
desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la
sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la
complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos.
2334 «Creando
al hombre “varón y mujer”, Dios da la dignidad personal de igual modo al
hombre y a la mujer» (FC 22;
cf GS 49,
2). “El hombre es una persona, y esto se aplica en la misma medida al hombre y
a la mujer, porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de un Dios
personal” (MD 6).
2335 Cada
uno de los dos sexos es, con una dignidad igual, aunque de manera distinta,
imagen del poder y de la ternura de Dios. La unión del hombre y de
la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la
generosidad y la fecundidad del Creador: “El hombre deja a su padre y a su
madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gn2, 24). De esta
unión proceden todas las generaciones humanas (cf Gn 4,
1-2.25-26; 5, 1).
2336 Jesús
vino a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. En el Sermón de la
Montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios: «Habéis oído que se
dijo: “no cometerás adulterio”. Pues yo os digo: “Todo el que mira a una
mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”» (Mt 5,
27-28). El hombre no debe separar lo que Dios ha unido (cf Mt 19,
6).
La
Tradición de la Iglesia ha entendido el sexto mandamiento como referido a la
globalidad de la sexualidad humana.
II. La vocación a la castidad
2337 La
castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por
ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La
sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y
biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la
relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado
del hombre y de la mujer.
La
virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona y la
totalidad del don.
La integridad de la persona
2338 La
persona casta mantiene la integridad de las fuerzas de vida y de amor
depositadas en ella. Esta integridad asegura la unidad de la persona; se
opone a todo comportamiento que la pueda lesionar. No tolera ni la doble vida
ni el doble lenguaje (cf Mt 5, 37).
2339 La
castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una
pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre
controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace
desgraciado (cf Si 1, 22). “La dignidad del hombre
requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir,
movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego
impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad
cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la
libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios
adecuados” (GS 17).
2340 El
que quiere permanecer fiel a las promesas de su Bautismo y resistir las
tentaciones debe poner los medios para ello: el conocimiento
de sí, la práctica de una ascesis adaptada a las situaciones encontradas, la
obediencia a los mandamientos divinos, la práctica de las virtudes morales y la
fidelidad a la oración. “La castidad nos recompone; nos devuelve a la
unidad que habíamos perdido dispersándonos” (San Agustín, Confessiones,
10, 29; 40).
2341 La
virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza,
que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la
sensibilidad humana.
2342 El
dominio de sí es una obra que dura toda la vida. Nunca se la
considerará adquirida de una vez para siempre. Supone un esfuerzo
reiterado en todas las edades de la vida (cf Tt 2, 1-6). El
esfuerzo requerido puede ser más intenso en ciertas épocas, como cuando se
forma la personalidad, durante la infancia y la adolescencia.
2343 La
castidad tiene unas leyes de crecimiento; éste pasa por grados
marcados por la imperfección y, muy a menudo, por el pecado. “Pero el
hombre, llamado a vivir responsablemente el designio sabio y amoroso de Dios,
es un ser histórico que se construye día a día con sus opciones numerosas y
libres; por esto él conoce, ama y realiza el bien moral según las diversas
etapas de crecimiento” (FC 34).
2344 La
castidad representa una tarea eminentemente personal; implica también un esfuerzo
cultural, pues “el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la
sociedad misma están mutuamente condicionados” (GS 25).
La castidad supone el respeto de los derechos de la persona, en particular, el
de recibir una información y una educación que respeten las dimensiones morales
y espirituales de la vida humana.
2345 La
castidad es una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia,
un fruto del trabajo espiritual (cf Ga 5, 22). El Espíritu
Santo concede, al que ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la
pureza de Cristo (cf 1 Jn 3, 3).
La integridad del don de sí
2346 La
caridad es la forma de todas las virtudes. Bajo su influencia, la castidad
aparece como una escuela de donación de la persona. El dominio de sí está
ordenado al don de sí mismo. La castidad conduce al que la practica a ser
ante el prójimo un testigo de la fidelidad y de la ternura de Dios.
2347 La
virtud de la castidad se desarrolla en la amistad. Indica al
discípulo cómo seguir e imitar al que nos eligió como sus amigos (cf Jn 15,
15), a quien se dio totalmente a nosotros y nos hace participar de su condición
divina. La castidad es promesa de inmortalidad.
La
castidad se expresa especialmente en la amistad con el prójimo.
Desarrollada entre personas del mismo sexo o de sexos distintos, la amistad
representa un gran bien para todos. Conduce a la comunión espiritual.
Los diversos regímenes de la castidad
2348 Todo
bautizado es llamado a la castidad. El cristiano se ha “revestido de
Cristo” (Ga 3, 27), modelo de toda castidad. Todos los fieles de
Cristo son llamados a una vida casta según su estado de vida particular.
En el momento de su Bautismo, el cristiano se compromete a dirigir su
afectividad en la castidad.
2349 La
castidad “debe calificar a las personas según los diferentes estados de vida: a
unas, en la virginidad o en el celibato consagrado, manera eminente de
dedicarse más fácilmente a Dios solo con corazón indiviso; a otras, de la
manera que determina para ellas la ley moral, según sean casadas o célibes”
(Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Persona humana, 11). Las personas casadas son llamadas a vivir la castidad
conyugal; las otras practican la castidad en la continencia.
«Se
nos enseña que hay tres formas de la virtud de la castidad: una de los esposos,
otra de las viudas, la tercera de la virginidad. No alabamos a una con exclusión de las
otras. [...] En esto la disciplina de la Iglesia es rica» (San Ambrosio, De
viduis 23).
2350 Los novios están
llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un
descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la
esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del
matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben
ayudarse mutuamente a crecer en la castidad.
Las ofensas a la castidad
2351 La lujuria es
un deseo o un goce desordenados del placer venéreo. El placer sexual es
moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las
finalidades de procreación y de unión.
2352 Por masturbación se
ha de entender la excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de
obtener un placer venéreo. “Tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con
una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin
ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente
desordenado”. “El uso deliberado de la facultad sexual fuera de las
relaciones conyugales normales contradice a su finalidad, sea cual fuere el
motivo que lo determine”. Así, el goce sexual es buscado aquí al margen de
“la relación sexual requerida por el orden moral; aquella relación que realiza
el sentido íntegro de la mutua entrega y de la procreación humana en el
contexto de un amor verdadero” (Congregación para la Doctrina de la Fe,
Decl. Persona humana, 9).
Para
emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los sujetos y para
orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la
fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores
psíquicos o sociales que pueden atenuar o tal vez reducir al mínimo la
culpabilidad moral.
2353 La fornicación es
la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Es gravemente
contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana, naturalmente
ordenada al bien de los esposos, así como a la generación y educación de los
hijos. Además, es un escándalo grave cuando hay de por medio corrupción de
menores.
2354 La pornografía consiste
en sacar de la intimidad de los protagonistas actos sexuales, reales o
simulados, para exhibirlos ante terceras personas de manera deliberada. Ofende
la castidad porque desnaturaliza la finalidad del acto sexual. Atenta
gravemente a la dignidad de quienes se dedican a ella (actores, comerciantes,
público), pues cada uno viene a ser para otro objeto de un placer rudimentario
y de una ganancia ilícita. Introduce a unos y a otros en la ilusión de un mundo
ficticio. Es una falta grave. Las autoridades civiles deben impedir la
producción y la distribución de material pornográfico.
2355 La prostitución atenta
contra la dignidad de la persona que se prostituye, puesto que queda reducida
al placer venéreo que se saca de ella. El que paga peca gravemente contra sí
mismo: quebranta la castidad a la que lo comprometió su bautismo y mancha su
cuerpo, templo del Espíritu Santo (cf 1 Co 6, 15-20). La
prostitución constituye una lacra social. Habitualmente afecta a las mujeres,
pero también a los hombres, los niños y los adolescentes (en estos dos últimos
casos el pecado entraña también un escándalo). Es siempre gravemente pecaminoso
dedicarse a la prostitución, pero la miseria, el chantaje, y la presión social
pueden atenuar la imputabilidad de la falta.
2356 La violación es
forzar o agredir con violencia la intimidad sexual de una persona. Atenta
contra la justicia y la caridad. La violación lesiona profundamente el derecho
de cada uno al respeto, a la libertad, a la integridad física y moral. Produce
un daño grave que puede marcar a la víctima para toda la vida. Es siempre un
acto intrínsecamente malo. Más grave todavía es la violación cometida por parte
de los padres (cf. incesto) o de educadores con los niños que les están
confiados.
Castidad y homosexualidad
2357 La
homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan
una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo.
Reviste formas muy variadas a través de los siglos y las culturas. Su origen
psíquico permanece en gran medida inexplicado. Apoyándose en la Sagrada
Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf Gn 19, 1-29; Rm 1,
24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que
“los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (Congregación para la
Doctrina de la Fe, Decl. Persona humana, 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al
don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y
sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso.
2358 Un
número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales
profundamente arraigadas. Esta inclinación, objetivamente desordenada,
constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos
con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo
de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad
de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del
Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición.
2359 Las
personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de
dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el
apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental,
pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana.
III. El amor de los esposos
2360 La
sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer. En el
matrimonio, la intimidad corporal de los esposos viene a ser un signo y una
garantía de comunión espiritual. Entre bautizados, los vínculos del matrimonio
están santificados por el sacramento.
2361 “La
sexualidad [...] mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro
con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente
biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal.
Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte
integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente
entre sí hasta la muerte” (FC 11).
«Tobías
se levantó del lecho y dijo a [...] Sara: “Levántate, hermana, y oremos y
pidamos a nuestro Señor que se apiade de nosotros y nos salve”. Ella se levantó
y empezaron a suplicar y a pedir el poder quedar a salvo. Comenzó él diciendo:
“¡Bendito seas tú, Dios de nuestros padres [...]. Tú creaste a Adán, y para él
creaste a Eva, su mujer, para sostén y ayuda, y para que de ambos proviniera la
raza de los hombres. Tú mismo dijiste: ‘No es bueno que el hombre se halle
solo; hagámosle una ayuda semejante a él’. Yo no tomo a ésta mi hermana con
deseo impuro, mas con recta intención. Ten piedad de mí y de ella y podamos
llegar juntos a nuestra ancianidad”. Y dijeron a coro: “Amén, amén”. Y se
acostaron para pasar la noche» (Tb 8, 4-9).
2362 “Los
actos [...] con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son
honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y
fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente con alegría
y gratitud” (GS 49).
La sexualidad es fuente de alegría y de agrado:
«El
Creador [...] estableció que en esta función [de generación] los esposos
experimentasen un placer y una satisfacción del cuerpo y del espíritu. Por
tanto, los esposos no hacen nada malo procurando este placer y gozando de él.
Aceptan lo que el Creador les ha destinado. Sin embargo, los esposos deben
saber mantenerse en los límites de una justa moderación» (Pío XII, Discurso a los participantes en el Congreso de la Unión Católica
Italiana de especialistas en Obstetricia, 29 octubre 1951).
2363 Por
la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los
esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos
significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los
cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia.
Así,
el amor conyugal del hombre y de la mujer queda situado bajo la doble exigencia
de la fidelidad y la fecundidad.
La fidelidad conyugal
2364 El
matrimonio constituye una “íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada
por el Creador y provista de leyes propias”. Esta comunidad “se establece con
la alianza del matrimonio, es decir, con un consentimiento personal e irrevocable”
(GS 48,
1). Los dos se dan definitiva y totalmente el uno al otro. Ya no son dos, ahora
forman una sola carne. La alianza contraída libremente por los esposos les
impone la obligación de mantenerla una e indisoluble (cf CIC can. 1056). “Lo
que Dios unió [...], no lo separe el hombre” (Mc 10, 9; cf Mt 19,
1-12; 1 Co 7, 10-11).
2365 La
fidelidad expresa la constancia en el mantenimiento de la palabra dada. Dios es
fiel. El sacramento del Matrimonio hace entrar al hombre y la mujer en el
misterio de la fidelidad de Cristo para con su Iglesia. Por la castidad
conyugal dan testimonio de este misterio ante el mundo.
San Juan
Crisóstomo sugiere a los jóvenes esposos hacer este razonamiento a sus esposas:
“Te he tomado en mis brazos, te amo y te prefiero a mi vida. Porque la vida
presente no es nada, te ruego, te pido y hago todo lo posible para que de tal
manera vivamos la vida presente que allá en la otra podamos vivir juntos con
plena seguridad. [...] Pongo tu amor por encima de todo, y nada me será más
penoso que apartarme alguna vez de ti” (In epistulam ad Ephesios, homilia
20, 8).
La fecundidad del matrimonio
2366 La
fecundidad es un don, un fin del matrimonio, pues el amor conyugal
tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor
mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es
fruto y cumplimiento. Por eso la Iglesia, que “está en favor de la vida” (FC 30),
enseña que todo “acto matrimonial en sí mismo debe quedar abierto a la
transmisión de la vida” (HV 11).
“Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable
conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia
iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado
unitivo y el significado procreador” (HV 12;
cf Pío XI, Carta enc. Casti connubii).
2367 Llamados
a dar la vida, los esposos participan del poder creador y de la paternidad de
Dios (cf Ef 3, 14; Mt 23, 9). “En el deber de
transmitir la vida humana y educarla, que han de considerar como su misión
propia, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y en
cierta manera sus intérpretes. Por ello, cumplirán su tarea con responsabilidad
humana y cristiana” (GS 50,
2).
2368 Un
aspecto particular de esta responsabilidad se refiere a la regulación
de la procreación. Por razones justificadas (GS 50),
los esposos pueden querer espaciar los nacimientos de sus hijos. En este caso,
deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a
la justa generosidad de una paternidad responsable. Por otra parte, ordenarán
su comportamiento según los criterios objetivos de la moralidad:
«El
carácter moral de la conducta [...], cuando se trata de conciliar el amor
conyugal con la transmisión responsable de la vida, no depende sólo de la
sincera intención y la apreciación de los motivos, sino que debe determinarse a
partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus
actos; criterios que conserven íntegro el sentido de la donación mutua y de la
procreación humana en el contexto del amor verdadero; esto es imposible si no
se cultiva con sinceridad la virtud de la castidad conyugal» (GS 51).
2369 “Salvaguardando
ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva
íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima
vocación del hombre a la paternidad” (HV 12).
2370 La
continencia periódica, los métodos de regulación de nacimientos fundados en la
autoobservación y el recurso a los períodos infecundos (HV 16)
son conformes a los criterios objetivos de la moralidad. Estos métodos respetan
el cuerpo de los esposos, fomentan el afecto entre ellos y favorecen la
educación de una libertad auténtica. Por el contrario, es intrínsecamente mala
“toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en
el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como
medio, hacer imposible la procreación” (HV 14):
«Al
lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el
anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir,
el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la
apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del
amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal. [...] Esta diferencia
antropológica y moral entre la anticoncepción y el recurso a los ritmos
periódicos implica [...] dos concepciones de la persona y de la sexualidad
humana irreconciliables entre sí» (FC 32).
2371 Por
otra parte, “sea claro a todos que la vida de los hombres y la tarea de
transmitirla no se limita a este mundo sólo y no se puede medir ni entender
sólo por él, sino que mira siempre al destino eterno de los hombres”
(GS 51).
2372 El
Estado es responsable del bienestar de los ciudadanos. Por eso es legítimo que
intervenga para orientar la demografía de la población. Puede hacerlo mediante
una información objetiva y respetuosa, pero no mediante una decisión
autoritaria y coaccionante. No puede legítimamente suplantar la iniciativa de
los esposos, primeros responsables de la procreación y educación de sus hijos
(cf PP 37; HV 23).
El Estado no está autorizado a favorecer medios de regulación demográfica
contrarios a la moral.
El don del hijo
2373 La
sagrada Escritura y la práctica tradicional de la Iglesia ven en las familias
numerosas como un signo de la bendición divina y de la generosidad de
los padres (cf GS50).
2374 Grande
es el sufrimiento de los esposos que se descubren estériles. Abraham pregunta a
Dios: “¿Qué me vas a dar, si me voy sin hijos...?” (Gn 15, 2). Y
Raquel dice a su marido Jacob: “Dame hijos, o si no me muero” (Gn 30,
1).
2375 Las
investigaciones que intentan reducir la esterilidad humana deben alentarse, a
condición de que se pongan “al servicio de la persona humana, de sus derechos
inalienables, de su bien verdadero e integral, según el plan y la voluntad de
Dios” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr.
2).
2376 Las
técnicas que provocan una disociación de la paternidad por intervención de una
persona extraña a los cónyuges (donación del esperma o del óvulo, préstamo de
útero) son gravemente deshonestas. Estas técnicas (inseminación y fecundación
artificiales heterólogas) lesionan el derecho del niño a nacer de un padre y
una madre conocidos de él y ligados entre sí por el matrimonio. Quebrantan “su
derecho a llegar a ser padre y madre exclusivamente el uno a través del otro”
(Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, 2,
4).
2377 Practicadas
dentro de la pareja, estas técnicas (inseminación y fecundación artificiales
homólogas) son quizá menos perjudiciales, pero no dejan de ser moralmente
reprobables. Disocian el acto sexual del acto procreador. El acto fundador de
la existencia del hijo ya no es un acto por el que dos personas se dan una a
otra, sino que “confía la vida y la identidad del embrión al poder de los
médicos y de los biólogos, e instaura un dominio de la técnica sobre el origen
y sobre el destino de la persona humana. Una tal relación de dominio es en sí
contraria a la dignidad e igualdad que debe ser común a padres e hijos” (cf
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, 82).
“La procreación queda privada de su perfección propia, desde el punto de vista
moral, cuando no es querida como el fruto del acto conyugal, es decir, del
gesto específico de la unión de los esposos [...] solamente el respeto de la
conexión existente entre los significados del acto conyugal y el respeto de la
unidad del ser humano, consiente una procreación conforme con la dignidad de la
persona” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, 2,
4).
2378 El
hijo no es un derecho sino un don. El “don [...]
más excelente [...] del matrimonio” es una persona humana. El hijo no puede ser
considerado como un objeto de propiedad, a lo que conduciría el reconocimiento
de un pretendido “derecho al hijo”. A este respecto, sólo el hijo posee
verdaderos derechos: el de “ser el fruto del acto específico del amor conyugal
de sus padres, y tiene también el derecho a ser respetado como persona desde el
momento de su concepción” (Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Donum vitae, 2,
8).
2379 El
Evangelio enseña que la esterilidad física no es un mal absoluto. Los esposos
que, tras haber agotado los recursos legítimos de la medicina, sufren por la
esterilidad, deben asociarse a la Cruz del Señor, fuente de toda fecundidad
espiritual. Pueden manifestar su generosidad adoptando niños abandonados o
realizando servicios abnegados en beneficio del prójimo.
IV.
Las ofensas a la dignidad del matrimonio
2380 El adulterio.
Esta palabra designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de
los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque
ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio
(cf Mt 5, 27-28). El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento
prohíben absolutamente el adulterio (cf Mt 5,
32; 19, 6; Mc 10, 11; 1 Co 6, 9-10). Los profetas denuncian su gravedad;
ven en el adulterio la imagen del pecado de idolatría (cf Os 2, 7; Jr 5, 7; 13,
27).
2381 El
adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona
el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del
otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el
contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los
hijos, que necesitan la unión estable de los padres.
El divorcio
2382 El
Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería un
matrimonio indisoluble (cf Mt 5,
31-32; 19, 3-9; Mc 10, 9; Lc 16, 18; 1
Co 7, 10-11), y
deroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua (cf Mt 19,
7-9).
Entre
bautizados, “el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún
poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte” (CIC can. 1141).
2383 La separación de
los esposos con permanencia del vínculo matrimonial puede ser legítima en
ciertos casos previstos por el Derecho Canónico (cf CIC can. 1151-1155).
Si el
divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos
legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio, puede ser
tolerado sin constituir una falta moral.
2384 El divorcio es
una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado
libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta
contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un
signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley
civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla
entonces en situación de adulterio público y permanente:
«No es
lícito al varón, una vez separado de su esposa, tomar otra; ni a una mujer
repudiada por su marido, ser tomada por otro como esposa» (San Basilio
Magno, Moralia, regula 73).
2385 El
divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que
introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños
graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados
por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus
padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social.
2386 Puede
ocurrir que uno de los cónyuges sea la víctima inocente del divorcio dictado en
conformidad con la ley civil; entonces no contradice el precepto moral. Existe
una diferencia considerable entre el cónyuge que se ha esforzado con sinceridad
por ser fiel al sacramento del Matrimonio y se ve injustamente abandonado y el
que, por una falta grave de su parte, destruye un matrimonio canónicamente
válido (cf FC 84).
Otras ofensas a la dignidad del matrimonio
2387 Es
comprensible el drama del que, deseoso de convertirse al Evangelio, se ve
obligado a repudiar una o varias mujeres con las que ha compartido años de vida
conyugal. Sin embargo, la poligamia no se ajusta a la ley
moral, pues contradice radicalmente la comunión conyugal. La poligamia “niega
directamente el designio de Dios, tal como es revelado desde los orígenes,
porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que
en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo” (FC 19;
cf GS47, 2).
El cristiano que había sido polígamo está gravemente obligado en justicia a
cumplir los deberes contraídos respecto a sus antiguas mujeres y sus hijos.
2388 Incesto es
la relación carnal entre parientes dentro de los grados en que está prohibido
el matrimonio (cf Lv 18, 7-20). San Pablo condena esta falta
particularmente grave: “Se oye hablar de que hay inmoralidad entre vosotros
[...] hasta el punto de que uno de vosotros vive con la mujer de su padre.
[...] En nombre del Señor Jesús [...] sea entregado ese individuo a Satanás
para destrucción de la carne...” (1 Co 5, 1.4-5). El incesto
corrompe las relaciones familiares y representa una regresión a la animalidad.
2389 Se
puede equiparar al incesto los abusos sexuales perpetrados por adultos en niños
o adolescentes confiados a su guarda. Entonces esta falta adquiere una mayor
gravedad por atentar escandalosamente contra la integridad física y moral de
los jóvenes que quedarán así marcados para toda la vida, y por ser una
violación de la responsabilidad educativa.
2390 Hay unión
libre cuando el hombre y la mujer se niegan a dar forma jurídica y
pública a una unión que implica la intimidad sexual.
La
expresión en sí misma es engañosa: ¿qué puede significar una unión en la que
las personas no se comprometen entre sí y testimonian con ello una falta de
confianza en el otro, en sí mismo, o en el porvenir?
Esta
expresión abarca situaciones distintas: concubinato, rechazo del matrimonio en
cuanto tal, incapacidad de unirse mediante compromisos a largo plazo (cf FC 81).
Todas estas situaciones ofenden la dignidad del matrimonio; destruyen la idea
misma de la familia; debilitan el sentido de la fidelidad. Son contrarias a la
ley moral: el acto sexual debe tener lugar exclusivamente en el matrimonio;
fuera de éste constituye siempre un pecado grave y excluye de la comunión
sacramental.
2391 No
pocos postulan hoy una especie de “unión a prueba” cuando
existe intención de casarse. Cualquiera que sea la firmeza del propósito de los
que se comprometen en relaciones sexuales prematuras, éstas “no garantizan que
la sinceridad y la fidelidad de la relación interpersonal entre un hombre y una
mujer queden aseguradas, y sobre todo protegidas, contra los vaivenes y las
veleidades de las pasiones” (Congregación para la Doctrina de la Fe,
Decl. Persona humana, 7). La unión carnal sólo es moralmente legítima cuando se ha
instaurado una comunidad de vida definitiva entre el hombre y la mujer. El amor
humano no tolera la “prueba”. Exige un don total y definitivo de las personas
entre sí (cf FC 80).
Resumen
2393 Al
crear al ser humano hombre y mujer, Dios confiere la dignidad personal de
manera idéntica a uno y a otra. A cada uno, hombre y mujer, corresponde
reconocer y aceptar su identidad sexual.
2394 Cristo
es el modelo de la castidad. Todo bautizado es llamado a llevar una vida casta,
cada uno según su estado de vida.
2395 La
castidad significa la integración de la sexualidad en la persona. Entraña el
aprendizaje del dominio personal.
2396 Entre
los pecados gravemente contrarios a la castidad se deben citar la masturbación,
la fornicación, las actividades pornográficas y las prácticas homosexuales.
2397 La
alianza que los esposos contraen libremente implica un amor fiel. Les confiere
la obligación de guardar indisoluble su matrimonio.
2398 La
fecundidad es un bien, un don, un fin del matrimonio. Dando la vida, los
esposos participan de la paternidad de Dios.
2399 La
regulación de la natalidad representa uno de los aspectos de la paternidad y la
maternidad responsables. La legitimidad de las intenciones de los esposos no
justifica el recurso a medios moralmente reprobables (p.e., la esterilización
directa o la anticoncepción).
2400 El
adulterio y el divorcio, la poligamia y la unión libre son ofensas graves a la
dignidad del matrimonio.
El NOVENO MANDAMIENTO:
“No consentirás pensamientos ni deseos impuros”
«No
codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su
siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo» (Ex20,
17).
«El
que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5,
28).
2514 San
Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de
la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf 1
Jn 2, 16 [Vulgata]). Siguiendo la tradición catequética católica, el
noveno mandamiento prohíbe la concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la
codicia del bien ajeno.
2515 En
sentido etimológico, la “concupiscencia” puede designar toda forma vehemente de
deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un
movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El
apóstol san Pablo la identifica con la lucha que la “carne” sostiene contra el
“espíritu” (cf Ga 5,
16.17.24; Ef 2, 3). Procede de la desobediencia del primer pecado (Gn 3,
11). Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí
misma, le inclina a cometer pecados (cf Concilio de Trento: DS 1515).
2516 En
el hombre, porque es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe
cierta tensión, y se desarrolla una lucha de tendencias entre el “espíritu” y
la “carne”. Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado.
Es una consecuencia de él, y, al mismo tiempo, confirma su existencia. Forma
parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual:
«Para
el apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma
espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal, sino
que trata de las obras —mejor dicho, de las disposiciones
estables—, virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto
de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en
el segundo caso) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello
el apóstol escribe: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el
Espíritu” (Ga 5, 25) (Juan Pablo II, Carta enc. Dominum et vivificantem, 55).
I. La purificación del corazón
2517 El
corazón es la sede de la personalidad moral: “de dentro del corazón salen las
intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones” (Mt 15,
19). La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del
corazón:
«Mantente
en la simplicidad y en la inocencia, y serás como los niños pequeños que
ignoran la perversidad que destruye la vida de los hombres» (Hermas, Pastor 27,
1 [mandatum 2, 1]).
2518 La sexta bienaventuranza proclama: "Bienaventurados
los limpios de corazón porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8).
Los "corazones limpios" designan a los que han ajustado su
inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios,
principalmente en tres dominios: la caridad (cf 1 Tm 4,
3-9; 2 Tm 2 ,22), la castidad o rectitud sexual (cf 1
Ts 4, 7; Col 3, 5; Ef 4, 19), el
amor de la verdad y la ortodoxia de la fe (cf Tt 1, 15; 1
Tm 3-4; 2 Tm 2, 23-26). Existe un vínculo entre la
pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe:
Los
fieles deben creer los artículos del Símbolo “para que, creyendo, obedezcan a
Dios; obedeciéndole, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su corazón; y
purificando su corazón, comprendan lo que creen” (San Agustín, De fide
et Symbolo, 10, 25).
2519 A
los “limpios de corazón” se les promete que verán a Dios cara a cara y que
serán semejantes a Él (cf 1 Co 13, 12, 1 Jn 3,
2). La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta
pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un
“prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del
prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza
divina.
II. El combate por la pureza
2520 El
Bautismo confiere al que lo recibe la gracia de la purificación de todos los
pecados. Pero el bautizado debe seguir luchando contra la concupiscencia de la
carne y los apetitos desordenados. Con la gracia de Dios lo consigue
—
mediante la virtud y el don de la castidad, pues
la castidad permite amar con un corazón recto e indiviso;
—
mediante la pureza de intención, que consiste en buscar el fin
verdadero del hombre: con una mirada limpia el bautizado se afana por encontrar
y realizar en todo la voluntad de Dios (cf Rm 12, 2; Col 1,
10);
—
mediante la pureza de la mirada exterior e interior; mediante
la disciplina de los sentidos y la imaginación; mediante el rechazo de toda
complacencia en los pensamientos impuros que inclinan a apartarse del camino de
los mandamientos divinos: “la vista despierta la pasión de los insensatos” (Sb 15,
5);
—
mediante la oración:
«Creía
que la continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía en mí;
siendo tan necio que no entendía lo que estaba escrito: [...] que nadie puede
ser continente, si tú no se lo das. Y cierto que tú me lo dieras, si con
interior gemido llamase a tus oídos, y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado»
(San Agustín, Confessiones, 6, 11, 20).
2521 La
pureza exige el pudor. Este es parte integrante de la templanza. El
pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que
debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama.
Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas
y con la relación que existe entre ellas.
2522 El
pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y
a la moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las condiciones
del don y del compromiso definitivo del hombre y de la mujer entre sí. El pudor
es modestia; inspira la elección de la vestimenta. Mantiene silencio o reserva
donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en
discreción.
2523 Existe
un pudor de los sentimientos como también un pudor del cuerpo. Este pudor
rechaza, por ejemplo, los exhibicionismos del cuerpo humano propios de cierta
publicidad o las incitaciones de algunos medios de comunicación a hacer pública
toda confidencia íntima. El pudor inspira una manera de vivir que permite
resistir a las solicitaciones de la moda y a la presión de las ideologías
dominantes.
2524 Las
formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en todas
partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia al hombre.
Nace con el despertar de la conciencia personal. Educar en el pudor a niños y
adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana.
2525 La
pureza cristiana exige una purificación del clima social. Obliga a
los medios de comunicación social a una información cuidadosa del respeto y de
la discreción. La pureza de corazón libera del erotismo difuso y aparta de los
espectáculos que favorecen el exhibicionismo y las imágenes indecorosas.
2526 Lo
que se llama permisividad de las costumbres se basa en una
concepción errónea de la libertad humana; para llegar a su madurez, esta
necesita dejarse educar previamente por la ley moral. Conviene pedir a los
responsables de la educación que impartan a la juventud una enseñanza
respetuosa de la verdad, de las cualidades del corazón y de la dignidad moral y
espiritual del hombre.
2527 “La
buena nueva de Cristo renueva continuamente la vida y la cultura del hombre
caído; combate y elimina los errores y males que brotan de la seducción,
siempre amenazadora, del pecado. Purifica y eleva sin cesar las costumbres de
los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda, consolida, completa y
restaura en Cristo, como desde dentro, las bellezas y cualidades espirituales
de cada pueblo o edad” (GS 58).
Resumen
2528 “Todo
el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su
corazón” (Mt 5, 28).
2529 El
noveno mandamiento pone en guardia contra el desorden o concupiscencia de la
carne.
2530 La
lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del corazón
y por la práctica de la templanza
2531 La
pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios: nos da desde ahora la capacidad
de ver según Dios todas las cosas.
2532 La
purificación del corazón es imposible sin la oración, la práctica de la
castidad y la pureza de intención y de mirada.
2533 La
pureza del corazón requiere el pudor, que es paciencia, modestia y discreción.
El pudor preserva la intimidad de la persona.
El DÉCIMO MANDAMIENTO :
“No codiciarás los bienes ajenos”
«No
codiciarás [...] nada que [...] sea de tu prójimo» (Ex 20, 17).
«No
desearás su casa, su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que
sea de tu prójimo» (Dt 5, 21).
«Donde
[...] esté tu tesoro, allí estará también tu corazón » (Mt 6, 21).
2534 El
décimo mandamiento desdobla y completa el noveno, que versa sobre la
concupiscencia de la carne. Prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo,
de la rapiña y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento. La
“concupiscencia de los ojos” (cf 1 Jn 2, 16) lleva a la
violencia y la injusticia prohibidas por el quinto precepto (cf Mi 2,
2). La codicia tiene su origen, como la fornicación, en la idolatría condenada
en las tres primeras prescripciones de la ley (cf Sb 14, 12).
El décimo mandamiento se refiere a la intención del corazón; resume, con el
noveno, todos los preceptos de la Ley.
I.
El desorden de la concupiscencia
2535 El
apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos.
Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío.
Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida
de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y
pertenece o es debido a otra persona.
2536 El
décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una
apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado
nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también
el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en
sus bienes temporales:
«Cuando
la Ley nos dice: No codiciarás, nos dice, en otros términos, que
apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed
codiciosa de los bienes del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como
está escrito: El ojo del avaro no se satisface con su suerte (Qo 14,
9)» (Catecismo Romano, 3, 10, 13).
2537 No
se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo
siempre que sea por medios justos. La catequesis tradicional señala con
realismo “quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas”
y a los que, por tanto, es preciso “exhortar más a observar este precepto”:
«Hay
[...] comerciantes [...] que desean la escasez y la carestía de las mercancías,
y no soportan que otros, además de ellos, compren y vendan, porque ellos
podrían comprar más barato y vender más caro; también pecan aquellos que desean
que sus semejantes estén en la miseria para ellos enriquecerse comprando y
vendiendo [...]. También hay médicos que desean que haya enfermos; y abogados
que anhelan causas y procesos numerosos y sustanciosos...» (Catecismo Romano, 3,
10, 23).
2538 El
décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia.
Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le
contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como
una hija, y del rico que, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al
primero y acabó por robarle la oveja (cf 2 S 12, 1-4). La
envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4,
3-7; 1 R 21, 1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia
del diablo (cf Sb 2, 24).
«Luchamos
entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros [...] Si
todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos?
[...] Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo [...] Nos declaramos miembros de
un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras» (San Juan
Crisóstomo, In epistulam II ad Corinthios, homilía 27, 3-4).
2539 La
envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien
del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida.
Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:
San
Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia” (De disciplina christiana, 7, 7).
“De la
envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el
mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (San Gregorio
Magno, Moralia in Job, 31, 45).
2540 La
envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de
la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La
envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por
vivir en la humildad:
«¿Querríais
ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de
vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será
alabado —se dirá— porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su
alegría en los méritos de otros» (San Juan Crisóstomo, In epistulam ad
Romanos, homilía 7, 5).
II.
Los deseos del Espíritu
2541 La
economía de la Ley y de la Gracia aparta el corazón de los hombres de la
codicia y de la envidia: lo inicia en el deseo del Supremo Bien; lo instruye en
los deseos del Espíritu Santo, que sacia el corazón del hombre.
El
Dios de las promesas puso desde el comienzo al hombre en guardia contra la
seducción de lo que, desde entonces, aparece como “bueno [...] para comer,
apetecible a la vista y excelente [...] para lograr sabiduría” (Gn 3,
6).
2542 La
Ley confiada a Israel nunca fue suficiente para justificar a los que le estaban
sometidos; incluso vino a ser instrumento de la “concupiscencia” (cf Rm 7,
7). La inadecuación entre el querer y el hacer (cf Rm 7, 10)
manifiesta el conflicto entre la “ley de Dios”, que es la “ley de la razón”, y
la otra ley que “me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros” (Rm 7,
23).
2543 “Pero
ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado,
atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en
Jesucristo, para todos los que creen” (Rm 3, 21-22). Por eso, los
fieles de Cristo “han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias” (Ga 5,
24); “son guiados por el Espíritu” (Rm 8, 14) y siguen los deseos
del Espíritu (cf Rm 8, 27).
III.
La pobreza de corazón
2544 Jesús
exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les
propone “renunciar a todos sus bienes” (Lc 14, 33) por Él y por el
Evangelio (cf Mc 8, 35). Poco antes de su pasión les mostró
como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que
tenía para vivir (cf Lc 21, 4). El precepto del
desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los
cielos.
2545 “Todos
los cristianos han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso
de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra
del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto” (LG 42).
2546 “Bienaventurados
los pobres en el espíritu” (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan
un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la
alegría de los pobres, a quienes pertenece ya el Reino (Lc 6, 20)
«El
Verbo llama “pobreza en el Espíritu” a la humildad voluntaria de un espíritu
humano y su renuncia; el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando
dice: “Se hizo pobre por nosotros” (2 Co 8, 9)» (San Gregorio de
Nisa, De beatitudinibus, oratio 1).
2547 El
Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de
bienes (cf Lc 6, 24). “El orgulloso busca el poder terreno,
mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los cielos” (San Agustín, De
sermone Domini in monte, 1, 1, 3). El abandono en la providencia del
Padre del cielo libera de la inquietud por el mañana (cf Mt 6,
25-34). La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos
verán a Dios.
IV.
“Quiero ver a Dios”
2548 El
deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los
bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y la bienaventuranza de
Dios. “La promesa [de ver a Dios] supera toda felicidad [...] En la Escritura,
ver es poseer [...]. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden
concebir” (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio 6).
2549 Corresponde,
por tanto, al pueblo santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener los
bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos
mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones
del placer y del poder.
2550 En
este camino hacia la perfección, el Espíritu y la Esposa llaman a quien les
escucha (cf Ap 22, 17) a la comunión perfecta con Dios:
«Allí se dará la gloria
verdadera; nadie será alabado allí por error o por adulación; los verdaderos
honores no serán ni negados a quienes los merecen ni concedidos a los indignos;
por otra parte, allí nadie indigno pretenderá honores, pues allí sólo serán
admitidos los dignos. Allí reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará
oposición ni de sí mismo ni de otros. La recompensa de la virtud será Dios
mismo, que ha dado la virtud y se prometió a ella como la recompensa mejor y
más grande que puede existir [...]: “Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”
(Lv 26, 12) [...] Este es también el sentido de las palabras del
apóstol: “para que Dios sea todo en todos” (1 Co 15, 28). El será
el fin de nuestros deseos, a quien contemplaremos sin fin, amaremos sin
saciedad, alabaremos sin cansancio. Y este don, este amor, esta ocupación serán
ciertamente, como la vida eterna, comunes a todos» (San Agustín, De
civitate Dei, 22,30).
Resumen
2551 "Donde [...] está tu tesoro allí estará tu corazón" (Mt 6,21).
2552 El
décimo mandamiento prohíbe el deseo desordenado, nacido de la pasión inmoderada
de las riquezas y del poder.
2553 La
envidia es la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo
desordenado de apropiárselo. Es un pecado capital.
2554 El
bautizado combate la envidia mediante la caridad, la humildad y el abandono en
la providencia de Dios.
2555 Los
fieles cristianos "han crucificado la carne con sus pasiones y sus
concupiscencias" (Ga 5,24); son guiados por el Espíritu y
siguen sus deseos.
2556 El
desprendimiento de las riquezas es necesario para entrar en el Reino de los
cielos. "Bienaventurados los pobres de corazón" (Mt 5,
3).
2557 El
hombre que anhela dice: "Quiero ver a Dios". La sed de Dios es
saciada por el agua de la vida (cf Jn 4,14).
No hay comentarios:
Publicar un comentario